El espíritu liberal permite evitar juicios inalterables, acogiéndose a Heráclito de Éfeso (535-470 a.C.), filósofo de la antigua Grecia, quien sentenció: “Todo cambia, todo se transforma”. Por su parte, el exmandatario colombiano J.M. Santos (2010-2018), señalado por sus contradictores como traidor por cambiar de opinión, presionado por las circunstancias, afirmó: “Quien no está dispuesto a cambiar es un imbécil”. Estas disquisiciones sirven para entender la nueva opinión acerca de la senadora Paloma Valencia Laserna, originada en los contenidos de las columnas periodísticas publicadas en recientes ediciones de LA PATRIA. En ellas se percibe una intelectual madura, aterrizada, muy distinta a la alborotada y sectaria de los debates parlamentarios, opositora ciega de las negociaciones de paz; e incondicional aliada del expresidente Uribe (2002-2010), al límite del servilismo vergonzoso. La vehemencia del elogio a su jefe político linda con lo irracional.
La senadora no es ninguna “paloma desplumada”, como la califican a la ligera sus detractores. Abogada y filósofa de la Universidad de los Andes, es también economista, con estudios avanzados. Tiene, además, algo que para muchos es un estigma: clase. Su padre, Ignacio Valencia López, de opaca figuración, fue secretario privado de la presidencia en el gobierno de Guillermo León Valencia (su papá) (1962-1966) y por pudor sólo le pagaban un sueldo simbólico de cinco pesos. El otro abuelo de Paloma fue el intelectual, ministro, académico y diplomático Mario Laserna Pinzón, fundador y rector de la Universidad de Los Andes. Más atrás en la genealogía de la senadora está el maestro Guillermo Valencia, poeta, diplomático y parlamentario, candidato a la presidencia en las elecciones de 1930. Esos títulos ancestrales no significan nada si no se complementan con talento propio, estudio y experiencia, como lo puede acreditar ahora Paloma Valencia, cuando aún es muy joven. Los voceros de la anti-oligarquía descalifican a quienes tienen orígenes distinguidos, por ese solo hecho. Y con la misma ligereza proclaman méritos de aspirantes al poder de origen humilde, que los tienen muchos de ellos por su capacidad de superación, esfuerzo académico, talento y liderazgo demostrados, mientras que otros apelan a esa condición para seducir inconformes y resentidos, de quienes se olvidan cuando ascienden al poder e ingresan a la categoría de escogidos de la fama y el poder, sin más argumentos que la marrulla y la deshonestidad.
La nobleza que reclaman algunos miembros de castas dominantes ha llevado a las más elevadas instancias del poder a individuos que le han hecho un daño irreparable a la humanidad. Otros, de origen humilde, igualmente depredadores, han buscado apoyo en el crimen para ascender; y, por desgracia, muchos de ellos se han quedado ahí, atrincherados con los réditos de la corrupción y el abuso de los bienes públicos.
Hay que insistir, para bien de la sociedad, en que se deben fortalecer los valores que provienen del trabajo productivo y la educación, que se cultivan en el hogar y en la escuela, punto de partida de la formación de los individuos. Lo demás viene por añadidura. Blasones y miserias son apenas referencias arbitrarias de la lucha de clases, de lejanas connotaciones históricas, que carecen de lógica.