Apoyar el sionismo es un acto de justicia histórica. Esta doctrina, propuesta por Theodor Herzl a inicios del siglo pasado, reivindicaba el derecho del pueblo judío a contar con un Estado donde pudiera vivir en libertad y sin ser perseguido por sus creencias. El sionismo, una doctrina que aboga por el establecimiento y protección de un estado judío en lo que se considera la Tierra Santa, es más que una simple política para el pueblo de Israel. Es un canto de esperanza y resistencia, una melodía que se eleva sobre las notas sombrías de la persecución que los judíos han enfrentado a lo largo de la historia. La necesidad de defensa del Estado de Israel, por lo tanto, no solo es una cuestión de seguridad nacional, sino una afirmación de su derecho a existir y prosperar en paz.
Cuatro décadas más tarde, el Nazismo daría la razón a Herzl, por cuanto la barbarie desatada contra los judíos hizo más que evidente la necesidad de un Estado para este pueblo. Como lo expresa el himno del Estado de Israel “la esperanza de dos mil años, de ser un pueblo libre en nuestra tierra”. Al masacrar a más de 1.200 mujeres, niños y hombres israelíes, Hamas atentó contra la esperanza del pueblo judío de vivir en paz en su tierra. La “intifada” liderada por Hamás, declaró la guerra a un pueblo que solo anhelaba vivir en paz en su territorio histórico y con ello desató el infierno.
Hoy, la sangre corre por las calles en suelo santo. Se han cometido excesos por parte de ambos bandos y no se vislumbra un real ganador en el horizonte. Tanto derecho tienen los ciudadanos israelíes de vivir en paz, como aquellos palestinos que han caído injustamente en una guerra que la población civil no buscó. En esto se debe ser claro y sin ambages: La guerra israelí debe librarse sin cuartel contra Hamás, no contra la población civil que hoy habita en la franja de Gaza. El ejército israelí podría haber cazado los criminales que derramaron sangre inocente en suelo judío, pero, por la misma razón, no podría apoyar que algo similar ocurriera en los civiles que por fuerza comparten territorio con el enemigo.
A este caldeado panorama se añade un elemento de presión: la reciente decisión de la Corte Penal Internacional (CPI) de emitir órdenes de arresto contra líderes de Israel y Hamas comporta una dosis particularmente agria en este conflicto. La CPI, en su papel de guardián de la justicia internacional, ha emitido órdenes de arresto contra líderes de ambos lados del conflicto. Aunque esta decisión ha sido recibida con críticas y controversia, es importante recordar que la CPI opera bajo el principio de Ius Cogens y el Estatuto de Roma. El Ius Cogens, o “ley imperativa”, es un conjunto de normas fundamentales del derecho internacional que son vinculantes para todos los estados, independientemente de su consentimiento. El Estatuto de Roma, por otro lado, es el tratado que establece la CPI y define los crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, genocidio y agresión.
El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, se encuentra en un complejo laberinto político y legal, exacerbado por la reciente orden de arresto emitida en su contra. Por un lado, Netanyahu está inmerso en una guerra implacable contra Hamas, una organización que ha perpetrado actos de violencia devastadores contra civiles israelíes, obligándolo a tomar medidas militares severas para proteger a su nación y afirmar su derecho a existir en paz. Sin embargo, estas operaciones militares han resultado en significativas afectaciones a la población civil en la Franja de Gaza, generando críticas internacionales y llevando a la CPI a investigar posibles crímenes de guerra y violaciones a los derechos humanos. Aunque Israel no ha ratificado el Estatuto de Roma, el principio de jurisdicción universal que rige la CPI permite que sus líderes sean procesados por crímenes de lesa humanidad, independientemente de la adhesión formal al tratado.
Netanyahu se enfrenta a una encrucijada: continuar una campaña militar que considera vital para la seguridad nacional, a riesgo de ser acusado y posiblemente procesado por la CPI, lo que no solo podría comprometer su posición política, sino también afectar la legitimidad internacional de Israel o abandonarla y replantearla, a riesgo de conceder importantes victorias al enemigo. Este dilema refleja el profundo y tortuoso laberinto en el que se encuentra, atrapado entre la necesidad de defender a su país y las implicaciones legales y éticas de sus acciones militares en un conflicto que no muestra señales de resolución pronta. En medio de este laberinto de justicia internacional, Israel tiene a su general (Netanyahu), en el laberinto.