Macondo amaneció cubierto por una niebla espesa. Una niebla que presagiaba los oscuros tiempos que se avecinaban. Desde que el patriarca decretó el armisticio con las bandas de forajidos que asediaban el poblado, Macondo entró en un letargo del que nadie pudo despertar.
-La paz traerá prosperidad - decía el patriarca mientras sus seguidores coreaban fervorosos sus palabras.
Pero la anhelada paz nunca llegó a Macondo. Todo lo contrario. Sin el auxilio de los guardianes que antes custodiaban las murallas noche y día, la maleza del monte poco a poco fue penetrando hasta las mismísimas entrañas del poblado. Los bandidos, atraídos por la creciente fama de la hospitalidad y riqueza de Macondo, llegaron para quedarse.
Primero sembraron en los potreros unas extrañas matas de hojas relucientes. Luego, con las ganancias de las primeras cosechas, construyeron en las afueras del pueblo unas enormes y lujosas casonas, más suntuosas incluso que la morada del mismísimo patriarca. Pronto, el vicio y el libertinaje florecieron en Macondo, alimentados por el néctar maldito que destilaban aquellas matas. Los bandidos impusieron su propia ley y se erigieron como los nuevos dueños y señores del pueblo.
Los habitantes de Macondo, aterrorizados, enmudecieron. Solo se escuchaban los sollozos de las madres que lloraban a sus hijos perdidos, ya fuera por la adicción o porque habían partido para unirse a las filas de los facinerosos. El cementerio del poblado pronto se quedó sin espacio para enterrar a tantos muertos.
Mientras tanto, el patriarca, encerrado en el fastuoso despacho de su casona, se resistía obstinadamente a ver la desgracia que se cernía sobre Macondo. Seguía hablando sobre la paz y el progreso mientras la sangre corría a mares por las calles.
Los guardianes, amarrados de pies y manos por las órdenes del patriarca, observaban impotentes cómo los bandidos imponían su ley y se enriquecían con el fruto de sus mal habidas cosechas.
Una noche, el viento del norte trajo consigo el llanto desgarrador de las mujeres del pueblo. Todas, en conjunto, desprendían inagotables lágrimas que brotaban por los hijos perdidos a manos de bandidos. Entre ellas estaban las madres de los guardianes, los humildes, los trabajadores, los jóvenes, empresarios, los científicos, los médicos, los tenderos, los agricultores, los comerciantes y aun de los ricos. Sin excepción todos habían sido víctimas de los bandoleros que flagelaban a Macondo sin contemplación.
Fue entonces cuando el patriarca finalmente despertó de su letargo y pudo ver en toda su cruda realidad la magnitud de la tragedia y la ruina que azotaba a Macondo. El pueblo yacía hundido en el vicio y la corrupción, arrodillado en el fango de la desidia. La ambición y la codicia se habían adueñado del espíritu noble y trabajador que caracterizó antaño a sus habitantes. Solo quedaba una salida para rescatar el alma de Macondo. Tomar las armas nuevamente y convocar a los guardianes para expulsar sin contemplaciones de las calles del pueblo a los bandidos intrusos. Solo así se podría recuperar la dignidad perdida y restaurar la justicia.
Macondo aprendió de la manera más dolorosa la lección más importante de su historia. Que la verdadera paz y el progreso no se alcanzan de cualquier modo, bajando la guardia o entregando el poder a los violentos. Que el orden, la ley y la justicia son los únicos guardianes genuinos de la prosperidad. Y que esta última solo llega con el trabajo honrado y las buenas costumbres, no con los atajos del vicio y la ambición desmedida.
Había llegado para Macondo el momento de emprender la más difícil de las batallas. La batalla por rescatar el alma y el corazón del pueblo. La lucha por restaurar los valores de otros tiempos que un día hicieron de Macondo una comunidad próspera y honorable.