En Colombia la figura presidencial -quien sea que la ocupe- se asemeja a la de un monarca por 4 años. Dispone de la ingente cantidad de 500 billones de pesos cada anualidad para distribuirlos, con ciertos márgenes, a su real saber y entender; incide de manera directa o indirecta sobre una nómina de 1.3 millones de empleados públicos y una cifra aún no determinada de contratistas y empleados indirectos y decide sobre aspectos tan sensibles como las políticas públicas, los nombramientos en los cargos clave y la formulación del Plan Nacional de Desarrollo.
Ahora que algunos ondean las banderas de una eventual Constituyente -que en el contexto actual es peligrosa e innecesaria- sí conviene analizar aquellos aspectos que, en lugar de aumentar las competencias a las entidades de Gobierno que ya las ostentan, sirvan para regular el equilibrio armónico que debe existir entre las ramas del poder público. Varios aspectos merecen mencionarse.
En primer lugar, la forma de elección del fiscal general de la Nación. De conformidad con lo preceptuado por el artículo 249 de la Constitución Política, el fiscal es elegido por la Corte Suprema de Justicia de terna enviada por el presidente de la República. A renglón seguido se aclara que la Fiscalía hace parte de la Rama Judicial. En otras palabras, la Corte debe realizar un análisis de competencias jurídicas a un funcionario que fue elegido con cálculo político. Esto es, sin más, una clara forma de politización de la justicia. Para guardar armonía y equilibrio entre las ramas del poder público, la terna para la Fiscalía debería ser conformada por un candidato de cada alta corte para que, sobre un análisis de competencias jurídicas, se realice la elección que en derecho corresponda.
El procurador general de la Nación. Nuevamente el presidente interviene en la elección del director del máximo órgano de control administrativo en Colombia, con un candidato que generalmente resulta elegido por las mayorías oficialistas en el Senado. Se observa en este evento que un órgano de control que debe actuar en derecho, resulta conformado con cálculos políticos, con todas las potenciales aberraciones que ello conlleva. Nuevamente se debería conservar el equilibrio armónico entre las diferentes ramas, excluyendo las presiones políticas de la conformación y elección de tan importante órgano de control.
El contralor general de la República. El artículo 267 de la carta política ordena que el mismo sea elegido por el Congreso en pleno para un periodo igual al del presidente de la República. En otras palabras, los congresistas, que por lo general tienen intereses oscuros en las diferentes entidades de gobierno, escogen de manera directa quién debe controlarlos fiscalmente.
El defensor del Pueblo. De acuerdo con lo preceptuado por el artículo 381 de nuestra carta fundamental, el titular del órgano de defensa más importante del país es elegido por la Cámara de Representantes de terna enviada por el presidente de la República. En este caso nuevamente se realiza un abordaje político de un asunto que debería ser exclusivamente jurídico.
En otras palabras, no bastando con el ingente presupuesto y poder que per se ostenta el presidente de la República, independientemente quien ocupe su cargo, la arquitectura constitucional le permite, de facto, determinar de manera directa al fiscal, procurador, contralor y defensor del pueblo. Esto es, sin más, las reformas constitucionales que hoy se deberían estar discutiendo para fortalecer la democracia para asegurar el equilibrio entre pesos y contrapesos que, en la práctica, hoy no existen.