Asistimos con perplejidad a las exequias de la industria energética colombiana. La indiferencia, como deporte nacional, ha conducido los destinos de la patria en temas tan sensibles como la soberanía. Si no nos afecta, no nos interesa. Y aunque no laboro para Ecopetrol ni el sustento familiar se encuentra soportado en esta compañía, no puedo menos que palidecer ante los días oscuros que le esperan.
La que fuera la perla dorada de la economía nacional se avecina a una debacle que no tiene freno gracias en gran medida a la terquedad del gobierno. Hay que decirlo sin eufemismos: la intransigencia del ejecutivo parece haberle costado miles de millones de dólares a la nación. Esta no es una afirmación irresponsable y, por el contrario, se encuentra sustentada en varios hechos ya decantados que merecen ser enunciados:
En primer lugar, la cotización bursátil. En el mundo práctico las cosas no valen por su valor nominal, sino por lo que las personas están dispuestas a pagar por ellas, lo cual se denomina precio de mercado. En libros de contabilidad una acción puede costar miles pero, si nadie está dispuesto a invertir un dólar por ella, esta sencillamente no vale nada. Antes de la segunda vuelta presidencial, esto es el día 17 de junio, la acción de Ecopetrol cerró a $2.760. El viernes 14 de octubre la acción cerró a $2.160, con lo cual su descenso ha sido de $600 equivalentes al 21,73% en 119 días desde que se anunció la victoria del Pacto Histórico en las urnas. Esto significa que la participación de la nación (todos los colombianos) tuvo una desvalorización de 23 billones, el equivalente al total de la reforma tributaria que ahora se quiere imponer. Si a esto se agrega la devaluación del peso el panorama deja de ser dantesco y se convierte en un paisaje de horror. Tasada en dólares la empresa se ha desvalorizado en más de 10.000 millones de dólares, equivalentes a un 33%. Y solo llevamos dos meses de gobierno.
En segundo lugar, la soberanía energética. Estas cifras toman un valor humano cuando se piensa en patriotismo para garantizar el suministro de combustibles. Hoy Colombia solo importa cerca del 2% de gas según las palabras de la ministra Irene Vélez. Sin embargo, la negativa de suscribir nuevos contratos de exploración nos llevará a la catarsis total. Las compañías del sector minero energético saldrán del país más rápido de lo que llegaron ahuyentadas por una excesiva carga tributaria y sofocadas por la negativa gubernamental que los ha rebajado a niveles sociales peores que Al Capone. La consecuencia: en un par de años estaremos importando más gas, petróleo y gasolina de la que producimos en suelo patrio y entonces, dependeremos de quienes tienen la capacidad de abrir o cerrar el grifo, es decir, Venezuela.
Al pensarlo desde la óptica de un gran proyecto latinoamericano de izquierda, el suicidio de la industria nacional tiene sentido. Hoy Venezuela se encuentra arrinconada por las sanciones que le ha impuesto EE. UU. para vender su petróleo, sus principales socios tienen sus propios problemas con la guerra en Ucrania, los costos de transporte elevan demasiado sus productos en el mercado internacional al igual que carece de la mano de obra necesaria para inyectarle vida a su agonizante industria petrolífera. Sacrificar a Ecopetrol es darle vida a PDVSA pues podrá oxigenar sus arcas con dinero fresco y una fuerza laboral, nómina renovada de los colombianos que nos veremos obligados a comprarle petróleo a Maduro si queremos llegar a nuestros trabajos.
En esta dinámica no tiene cabida el discurso ambiental que hoy se utiliza como pretexto para desaparecer la entidad más preciada que tenemos los colombianos. Produzcamos o compremos el petróleo y el gas, no dejaremos de contaminar a un ritmo del 0,2% global. Insignificante para un país que aporta más oxígeno a la atmósfera del que consume.
A este ritmo, en unos años toda nuestra economía dependerá de la voluntad del sátrapa venezolano, de sus caprichos y de sus intereses. Parece, solo parece, que Colombia le debiera favores al dictador de la nación hermana de quien debemos decir en algunos años y sin dubitaciones que, en la práctica, Nicolás Maduro es el presidente de Colombia.