¡Cuán polarizadora resulta la palabra irresponsable en los gobiernos populistas! Encienden fervores apelando a la emoción de las masas, mientras destruyen la lógica y la razón graduando el sentido común como enemigo del pueblo. Sus banderas se erigen sobre el odio y la lucha de clases mientras que sus partidarios llenan sus bolsillos a expensas de una generalidad humana que, famélica, batalla cada día por subsistir a manos de gobiernos sectarios. Si quieres sobrevivir debes enarbolar sus banderas, creas
o no en ellas. De lo contrario, solo queda elegir entre el hambre o el exilio. Los gobiernos populistas en el mundo se han anclado a las sociedades como letales enfermedades que corroen la esencia de los pueblos hasta destruirlos, utilizando un arma
retórica potente: el discurso dicotómico entre pueblo y anti-pueblo.
Este modelo argumentativo devela una estrategia sutil para mantener la relevancia y consolidar el poder. Los líderes populistas se autoproclaman como voceros del “pueblo”, un término que adoptan con fervor, pero que, en su utilización, se convierte en un constructo simplista. Este “pueblo” es la encarnación de la virtud, la pureza y la autenticidad, mientras que aquellos que no están alineados con sus ideales se transforman en una fuerza amenazante, una entidad que desafía la esencia misma de la nación. La ambivalencia entre “nosotros” y “los otros” adquiere dimensiones más profundas cuando nos vemos imbuidos en la retórica de estos líderes.
En lugar de presentar argumentos racionales y basados en evidencia, optan por encender las llamas del odio. Los partidarios, llamados lacónicamente como “el pueblo”, se convierten en los representantes máximos de la verdad, la justicia y la patria. Poco importan sus valores morales o la realidad de sus vidas. Ascendidos al trono de Júpiter, son recibidos con honores por los servicios a la patria. Alex Saab es un claro ejemplo de ello. Por otro lado, los opositores son etiquetados como enemigos de la nación, un concepto que va más allá de la discrepancia política. En este contexto, las posiciones de los líderes populistas dejan de ser meras preferencias personales para convertirse en doctrinas nacionales. Aquellos que se oponen a estas figuras son satanizados como traidores a la patria.
Esta bifurcación no deja espacio al disenso. Los antagonistas no son simplemente adversarios políticos; se convierten en los enemigos de la nación, una amenaza que debe ser neutralizada a toda costa. Este enfoque binario hacia la política diluye la riqueza del debate democrático y da paso a un escenario en el que la lealtad al líder se vuelve más importante que la evaluación crítica de las políticas propuestas. Hugo Chávez y Nicolás Maduro proporcionan un ejemplo elocuente del discurso dicotómico entre pueblo y anti-pueblo en el contexto de gobiernos populistas. Chávez, durante su presidencia, se autodenominó como el defensor genuino del “pueblo”, estableciendo una narrativa que pintaba a sus seguidores como los verdaderos representantes de los valores nacionales.
Este lenguaje extremista, que ha dañado a nuestra hermana nación, fue evidente en la manera en que calificaba a sus detractores
como “oligarcas” o “enemigos del pueblo”. Con Nicolás Maduro, esta payasada se intensificó. Maduro continuó el discurso maniqueo de su predecesor, perpetuando la noción de que solo los partidarios del gobierno encarnaban la auténtica voluntad del pueblo venezolano. Los opositores, por otro lado, fueron etiquetados como traidores y agentes de fuerzas externas que amenazaban la estabilidad del país. Nicolae Ceaușescu, líder comunista rumano que gobernó el país desde 1965 hasta 1989, también ofrece un ejemplo ilustrativo del discurso segregador en un contexto populista. Ceaușescu cultivó una imagen de líder infalible y defensor del pueblo, promoviendo una narrativa que situaba a sus partidarios como los auténticos representantes de los valores nacionales. Las consecuencias de este discurso fueron profundas. La polarización extrema llevó a la supresión de la disidencia, la censura de la libertad de expresión y la erosión de las instituciones democráticas. La identificación exclusiva del régimen con “el pueblo” rumano se convirtió en un instrumento para justificar la concentración de poder y la represión de cualquier voz discordante.
El discurso divisor entre “el pueblo” y sus opositores en manos de líderes populistas revela una estrategia retórica destinada a mantener el poder a expensas de la pluralidad y la diversidad de opiniones. Esta simplificación de la realidad política no solo fragmenta la sociedad, sino que también erosiona los cimientos de un debate democrático saludable.