Diciembre es bueno porque se acaba. Durante los primeros días de enero uno empieza a recomponerse: respira después de tanta algarabía, enlista sus frustraciones en eso que llaman deseos de año, reacomoda sus piezas para hacer de cuenta de que esta es una nueva oportunidad para existir. Hay una sensación como de limbo pandémico mientras el cuerpo termina de procesar esa mezcla decembrina de aguardiente con canciones del duende alegre y del ratón con pantalones (en el mejor de los casos, porque es cierto que este año padecimos al hombre que dice cantar cuando pregunta “¿quién me vende una cantina?” con el mismo dejo lastimero de absolutamente todas las canciones de lo que llaman “música popular”). La mente empieza a proyectarse en el misterio de lo que será un nuevo año, y para eso luchará contra las expectativas de las vidas perfectas en redes sociales, las nuevas tensiones familiares y las promesas vacías de los salvadores de turno.
Ya después de haber navegado en el sinnúmero de frases de cajón en que siempre se escribe la palabra “prosperidad”, uno comienza a darle sentido a ese letargo similar al de la hora después de almuerzo. El mundo pasa afuera y emite ciertas señales. Y surge la tentación, como buenos narcisos, de comparar la modorra interna con el colectivo, a ver de qué forma la pesadez puede brindar signos de comprensión de lo que a lo mejor es incomprensible. Después de la pólvora viene la calma; después de la calma viene, de forma irremediable, el espejo; el reflejo de los lunares, de las cicatrices, de las manchas. (Las moscas que vuelven a perseguirme). Uno podría no abandonar la pólvora y quedarse en un estado de euforia permanente, pero la felicidad tiene los cartuchos contados, y la vida no aguanta eternos altos voltajes.
Esa especie de guayabo existencial se me parece al que empezamos a vivir ahora que podemos decir estas cuatro palabras: exalcalde Carlos Mario Marín. A juzgar por la cantidad de chistes y de críticas que se ganó –con toda justicia–, el hecho de que ya no sea alcalde de Manizales hará que nos sintamos huérfanos de ideas. Fueron tantas las metidas de pata que pronto consolidamos un diccionario liberlandés (¿o liberlandino?, ¿o liberlandense?, ayúdenme, gramáticos). Pasó el tiempo y muchos comentarios se tornaron en lugares comunes. En algunos nos funcionó el comodín de Liberland para parecer inteligentes. Lo que digo es que asociar su gobierno con el color verde biche forjó que, de suyo, todo se volviera una caricatura, imagen que no necesariamente correspondía con la realidad.
Es un momento para la crítica parecido a cuando ganó Petro. Rajamos cuatro años de la caricatura de Duque y no nos preparamos para la que eventualmente sería la Presidencia de aquel. Aún la incertidumbre es lo que rige la forma de entender este gobierno nacional. Ojalá que, obnubilados por la conocida figura del actual alcalde Rojas y su presunto “Gobierno En Serio”, no dejemos de ver en perspectiva, sin quedarnos haciéndonos los chistosos señalando solamente la parodia que bien hizo de sí mismo el exalcalde y hoy predicador Marín.
Para entender esa confusión entre realidad y percepción que es dada en llamarse política, profesores de la Universidad Autónoma de Manizales –de donde se graduó Marín– hace un mes hablábamos de la siguiente paradoja: fue elegido por su juventud e inexperiencia, lo cual en últimas lo llevó a salir por la puerta de atrás. No sería raro que, en cuanto a Rojas, le suceda lo mismo, pero a la inversa (“del mismo modo en sentido contrario”, como dijo alguna vez una reina de belleza): que el talón de Aquiles del alcalde exalcalde sea, irónicamente, por lo que lo eligieron: estar demasiado curtido.