El presidente Petro está tan obsesionado con ser coleccionista de objetos revolucionarios como lo está con su pasado guerrillero: primero la espada de Bolívar, luego el sombrero de Pizarro y hace días la sotana de Camilo Torres. Uno de los últimos objetos protagonistas de sus nostalgias no era suyo, aunque como buen político lo quiso hacer propio para anotarse puntos. Quizá se vio al espejo al darse cuenta del intrincado viaje del sombrero de Carlos Pizarro para llegar a sus manos, y por eso no cayó en la cuenta de que la paz no se hace como un acto de magia –no se saca de un sombrero–.
Pero resulta que no es un sombrero: son dos (por ahora). La senadora e hija de Pizarro, María José Pizarro, contó que hay otro: uno que ella misma había guardado y que lo expuso en el Museo Nacional de Bogotá y en otros países. Por lo cual no se sabe si el que reveló Petro es el sombrero que llevaba puesto Pizarro cuando firmó la paz y cuando dejó las armas. Si nos ponemos suspicaces tampoco sabemos con certeza si el que se exhibe en la Casa de Nariño es el que lucía Pizarro el día en que lo mataron. Tantas dudas le caben al sombrero que no sería raro que lo llamaran “el presunto sombrero de Pizarro”.
Por ahora olvidemos las suspicacias y dejémonos llevar por el sagrado fetichismo. La historia, según la contó el presidente cuando reconoció el sombrero como “Patrimonio Cultural de la Nación” –y después no y después sí– es la siguiente: lo tomó un escolta de Pizarro y excombatiente del M-19 que estaba con él en el avión durante el asesinato. El escolta se lo llevó consigo a Suecia, donde huyó exiliado. En ese país atesoró el sombrero hasta que el presidente lo trajo de nuevo a Colombia y lo develó en la Casa de Nariño como muestra del “patrimonio del amor”, según dijo.
¿Qué sucedió en el momento en que se llevaron el sombrero? Eran las diez de la mañana del jueves 26 de abril de 1990. Ocho minutos después del despegue de un avión de Avianca que de Bogotá iba a Barranquilla, un hombre joven se paró al baño. Allí tomó una metralleta. A su regreso le descargó las balas a Pizarro en la cabeza y en el cuello. En ese instante otro escolta debió haber agarrado el sombrero. El hombre joven, Gerardo Gutiérrez Uribe, vendedor de frutas de una comuna de Medellín, soltó el arma y suplicó por su vida. A pesar de su ruego, otro de los guardaespaldas de Pizarro, Jaime Ernesto Gómez Muñoz (además agente del DAS), le asestó un tiro en la cabeza. Solo en septiembre del año pasado un juez condenó en primera instancia a Gómez Muñoz por haber sido cómplice del magnicidio. Se supo que el sicario de Medellín había sido entrenado por el mismo Carlos Castaño. La justicia también ha implicado en este hecho al coronel (r) Manuel Antonio González Henríquez (otrora jefe de protección del DAS) y al general (r) Miguel Maza Márquez, entonces director de esa entidad.
Como se ve, el sombrero beige con tafilete café y tejido en fibras sintéticas y naturales, símbolo del revolucionario sexy a quien llamaban el Comandante Papito, ha logrado superar traiciones, muertes y exilios –y una alianza de paramilitares y agentes del Estado–.
El presidente tal vez pensaba en todo esto cuando se le ocurrió catalogar el sombrero como “Patrimonio Cultural de la Nación” (o solo se veía a sí mismo). No calculó o no le importó lo que Helena Urán Bidegain, hija del magistrado Carlos Horacio Urán asesinado en la retoma del Palacio de Justicia, le ha recriminado desde que enarbola la bandera del M-19 en sus alocuciones: ¿cómo espera unir al país con un símbolo que de suyo divide?