Por estos días se conmemora la muerte de Pablo Escobar. El Espectador publicó una portada el 02 de diciembre en que, sin mencionar el nombre del mafioso, les brinda un homenaje a 661 víctimas del “taquillero criminal”. Entiendo en esa portada la intención de recordar el dolor que dejó a su paso y no la idolatría del símbolo. Escobar ha motivado en muchos colombianos y extranjeros una especie de empatía justificadora y de morbo por criminales que logran imponer su ley.
El pasado fin de semana viajamos a Guatapé unos amigos y yo. Desde el inicio del viaje nos persiguió la memoria de Escobar. Treinta años después de su muerte y para nosotros, una generación que no lo alcanzó a conocer vivo –nacimos a comienzos de la década de los noventa–, no nos es para nada ajeno. Dimos un paseo por la represa de Guatapé y el conductor del bote y guía no dudó en afirmar que una de las grandes mansiones que se asomaba era la casa de seguridad de Escobar. Al caminar por el pueblo –una chiva que se volvió casitas; uno se pregunta cuánto de todo ese colorido es mera fachada para turistas–, aparece la cara de Escobar en un poncho o en un imán para nevera. En muchos sentidos, su muerte no representó su desaparición sino su evocación –y, también, un olvido–.
Para nosotros, sin embargo, lo más cerca que estuvimos de Escobar fue una casa abandonada en La Francia. Yo solía ir a ese barrio para encontrarme con amigos y siempre la supuesta casa de Osito, su hermano, nos inspiró una atracción que solo propician los lugares prohibidos. La recuerdo como una casa esquinera y en sombras; como una gran tumba; rectángulos y formas en los que hubo cuadros, puertas y ventanas se combinaban con ese aire de cementerio del lujo. La maleza la colmaba. En las paredes habían dibujado numerosos grafitis. Nos contaban que la mansión la habían vuelto un espacio para rituales satánicos, para “meter vicio” o para el sexo fugaz.
Ya después fue la ficción. Hablo de las series y de las películas que han hecho que todo el mundo nos conozca. Por ficciones realistas como Narcos saben de Colombia hasta en Indonesia. Sobre esto Juan Fernando Ramírez Arango publicó un artículo en septiembre de 2018, aparecido en el periódico Universo Centro y titulado ¡Gonorrea! Historia del insulto de insultos. En el texto, Ramírez Arango expone cómo fue traducida esa palabra a decenas de idiomas en la serie de Netflix, y cómo Medellín –y por extensión Colombia– ha sido conocida a través de esta y de ese lenguaje –que tampoco es ajeno para nosotros: no hay nada más liberador que decir gonorrea–. De hecho, el ciclista Rigoberto Urán, cuya vida se proyecta en la telenovela de moda, usa recurrentemente la palabra “nea”, que, según cita Ramírez Arango de un Diccionario de parlache, es un “Acortamiento de gonorrea”.
Colombia no puede ser pensada sin pensar a Escobar. Su muerte no propició su desaparición del imaginario colectivo; antes bien, uno podría decir que aumentó su presencia. El cómo: la alianza entre el Estado, organismos paramilitares y el narcotráfico. Lo inmediato: a Escobar le salieron varios asesinos en busca de protagonismo; se crearon historias a partir de la historia. La consecuencia: el colombiano promedio lo siente como a un cercano, y le dice “Pablo” como si fuera un amigo, e ignora –voluntaria o involuntariamente– el sufrimiento que generó el “taquillero criminal”. Creo que se convirtió en una especie de aspiración, en un deseo oculto, un referente en secreto. De nada sirve querer borrarlo de la memoria sin acercarnos a comprender cuánto de Escobar seguimos siendo; sin saber también que –aún hoy– hay decenas de Escobares por ahí que han podido usar por más tiempo sus sillas de congresistas.