En la noche del sábado hablaba con dos amigos. Nos estábamos drogando con cerveza, mientras otros se drogaban con un partido de fútbol. Luego de varias dosis y al término de una conversación adictiva de dos horas, uno de mis amigos concluyó que la maldad no puede acabarse, si mucho podrá controlarse: “ni Dios la ha extinguido”. Fue la síntesis de un asunto que tocamos, la hipocresía colombiana y manizaleña: estamos hechos para juzgar al otro por cosas que, puertas para adentro, hacemos sin reparos.
Voy a hablar de dos hipocresías. La primera de ellas es nuestra relación con las drogas. Es difícil ya no aceptar que esa guerra fracasó hace años, pero hay quienes insisten en los mismos argumentos moralistas de siempre, que no se basan en evidencias científicas sino en sus prejuicios. La prohibición es una causa de las altas rentabilidades que dejan las drogas, lo cual hace que haya mafias y una economía criminal que impregna al Estado (eso lo conocemos desde hace un siglo por el mafioso Al Capone y su negocio del whisky). Sin embargo peroran discursos que equiparan al mariguanero con el peor criminal, y le coartan su santa libertad de echarse un porro.
Y eso que esta sociedad aguardientera vive en parte de lo que compra en trago: lo mismo que la enferma, la cura. Interesante metáfora espontánea de su naturaleza. ¿Y qué es el alcohol, sino una droga? ¿Y qué es lo que provoca tantos accidentes y riñas? ¿Y por qué el Día de la Madre es de los más violentos? Eso también se sabe hace rato –años–, pero el bucle vuelve cada tanto (como el bucle de las pobres minorías que conciben que torturar a un animal es su derecho por haber nacido en esta andina cuna de españoles).
Ahí les chanté la primera. Aquí va la segunda: la corrupción. Hace unos días se entregó el odontólogo de las Marionetas, Juan Carlos Martínez, y desde eso tiemblan los hilos del poder en Caldas hasta que –ojalá que no– el hombre resulte desaparecido de nuevo, esta vez para siempre. Lo que podrá decir tiempo ha que se intuye: el exsenador Mario Castaño no era el único que tenía una organización destinada a direccionar contratos bajo la mesa para sus propios contratistas. Veremos si durará la octaviana paz.
Hasta que el político caiga, siempre lo negará todo. El caso del senador Ciro Ramírez, lo que sucede con la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres y Olmedo López en el Gobierno de Petro, aquello de la Ocad Paz en el de Duque. Todo va a seguir siendo una tapadera hasta que pase algo que no habían previsto y los medios publiquen la fórmula del “¡estalló el escándalo!”. ¿Qué se puede hacer para esto? ¿Vamos a proponer el eterno lugar común de “cambiar la cultura política” sin sincerarnos? ¿Podrán los políticos reconocer qué es lo que hacen bajo cuerda para saber qué de sus prácticas puede ser legal, y qué definitivamente no?
La sinceridad a la que apelo no creo que llegue: aquí nos especializamos en mantener intachable la propia imagen, y los políticos son adictos a sus máscaras. Sin importar que nunca nos acerquemos a resolver los problemas de fondo, y que sigamos en ese teatro politiquero que va de lo trágico a lo cómico, motivado por una peor adicción a las drogas o a la plata, adicción que genera una droga peor que el fentanilo: las mentiras que esnifamos.
Esa noche también hablamos de la hipocresía del sexo, pero, como decía un amigo, “ya no me cupo aquí”.