Era un poco antes de las 8:00 p.m. y apenas oscurecía. Yo no encontraba la estación de Baker Street, por lo que busqué en Google Maps para saber adónde ir desde la estación de trenes de Marylebone. Llegué a una esquina donde recuerdo haber agachado mi mirada para poner el celular en el bolsillo derecho, cuando de repente, por mi lado izquierdo, comienza a hacerse más notorio el sonido de una bicicleta. En Londres, donde hay tantos ciclistas, es común escuchar y normalizar el tímido ruido que produce el movimiento de las cadenas. Entonces, súbitamente, con mi mirada puesta hacia abajo, una mano cubierta por un guante negro de cuero arrebata con fuerza mi celular. El ciclista gira con rapidez hacia la derecha.
Tardé posiblemente un par de segundos en reaccionar. Luego de que el ladrón hubiera arrebatado mi celular con fuerza y sin posibilidad de contragolpe, miré mi mano vacía. Después, se activó mi sistema de autodefensa, pero ya era bastante tarde para cualquier acción significativa. Comencé a correr con la fuerza que nunca creí tener. ¡Di las zancadas más amplias posibles, mientras intentaba recortar distancia y gritaba -yo que nunca grito- “He is a thief!” (es un ladrón).
El asaltante comenzó a mirar hacia atrás y por poco cae al pavimento en medio de su acobardada huida. Sin embargo, logró corregir su camino y pedalear con la fuerza perseverante de una termita hasta girar a la izquierda en una esquina. Pude perseguirlo por unas dos o tres cuadras, pero el corazón no me dio para más. Hubo un momento en el que ya no queda más que rendirse y aceptar que es una batalla física y moral que se ha prendido ante el hampa que aparece por el lado ciego, que generalmente, es el lado de la confianza.
Conmigo llevaba unos regalos que había comprado en un viaje exprés a Birmingham y que dejé caer con el fin de tener mayor velocidad en mi esprint estéril por alcanzar al caco. Una vez el cuerpo me mostró los límites de su capacidad motora, jadeante y con el pulso arterial por el cielo, me paré en la mitad de la calle y miré hacia el cielo. ¡¿Qué voy a hacer?! Me pregunté con cierto desespero, mientras me tomaba el pelo.
Cuando quise ir a levantar la bolsa con lo que había dejado caer, noté que también alguien la había tomado y se la había llevado. Una pequeña acción, sobre todo simbólica, profundamente dolorosa y decepcionante sobre -también- el tipo de personas que se pueden encontrar en la gran metrópoli que es Londres. A los costados de las calles solo había personas mirando, fingiéndose desentendidas por lo que había sucedido. La impotencia era la fuerza constante que me movía por dentro, además de una fuerte sensación de desespero por estar perdido en una zona de Londres que no había recorrido, sumado a que un amigo me esperaba en otra estación y yo ni siquiera sabía cómo llegar al metro para tomar camino y pedir ayuda.
El celular ya está perdido. Apple permitió localizarlo en algunos suburbios del noroeste de Londres el día del robo y, dos días después, ya estaba al noreste, al parecer, según el mapa, en una bodega o algunos locales comerciales que, a manera de coincidencia, venden celulares de segunda mano y desbloqueados. Es posible que la historia de mi ya antiguo celular sea el de muchas más personas en Londres.
De hecho, en un reportaje, BBC News reportó hace unos pocos días que el robo de celulares en la capital británica es una constante que va en aceleración. Solo el año pasado, hubo 90 mil 864 reportes de celulares robados en la ciudad, con un promedio de 248 por día. Es decir, cada seis minutos se registra un robo de estos dispositivos en Londres, mientras que solo el 2% de esos robos reportados termina con la recuperación del celular.
Las localidades de Londres donde más se roban celulares son las más turísticas, especialmente, al centro y norte. Sería grosero e inadecuado pretender que las sociedades de países desarrollados no adolecieran de crímenes tan comunes como el robo de celulares, pero está claro que este problema de inseguridad respira fuertemente en todas partes.
Algunas personas apuntaron a la paradoja de que, a mí, que nunca me habían robado ni un grano de arroz en Colombia, me fueran a arrebatar en Londres -supuesto sitio seguro e hipervigilado- el elemento que más uso para comunicarme con casa, tomar fotografías y cumplir con las tareas de algunas clases de maestría.
Luego del incidente está el encuentro con la sensación de miedo y paranoia con la que lidio desde hace poco. Siento susto al ir por la calle y prima una impresión de fragilidad y vulnerabilidad que tendré que trabajar para hacerla algo significativo. El trauma está ahí y respira en cada recuerdo. Goldsmiths, la universidad donde estudio, y Chevening, el programa de becas del que soy beneficiario, se han puesto “la 10” y me han estado acompañando y asesorando en las acciones a tomar. Eso sí, la solidaridad y el amor que he recibido desde entonces me han ayudado a paliar toda muestra de dificultad y dolor.