Aún no lo comprendo y me cuesta entender por qué en Colombia existe un nivel de agresividad social que nos hace particulares e intolerantes. Hasta es apabullante cómo se busca la reducción del contrario hasta someterlo. También, porque hay una violencia que perfila a los contrarios para llevarlos a una hoguera virtual con el fin de ‘cancelarlos’.
La razón que ampara esta columna salió de la falsa agresión de la que fue supuestamente fue víctima la semana pasada una candidata a la Alcaldía de Santiago de Cali y que luego se conoció fue un burdo montaje. El caso de misoginia y violencia de género es un perverso retrato de lo que han sufrido por décadas -si no son siglos- las mujeres en nuestro territorio y no merece que se trate como una caricatura de campaña política. ¿Cuál era la necesidad de expresarse mediante de una agresividad actuada?
Nuestra cólera ha sido cíclica. Incluso, antes de escribir esta columna, decidí observar algunas copias que hay de noticieros colombianos de décadas pasadas en YouTube y el patrón parece repetirse sin advertir cambio o mejora alguna. De hecho, vamos de las expresiones más dolorosas de la violencia hasta aquellas esperanzas de paz que nunca terminan por germinar.
Quizás la agresividad sea algo que haya pasado de generación en generación. Posiblemente, en algo tenga que ver la pesada ‘tradición’ de las ‘pelas’, aquellas reprimendas en las que se usaron correas y cualquier otro tipo de instrumento para violentar a quien cometía un error, sobre todo, niños que llevan ese trauma en su vida adulta y lo expresan quizás con ansiedad o, de pronto, con más violencia.
De igual manera, es preocupante que todavía haya quienes pregonen que el camino de las ‘pelas’ y las reprimendas físicas y/o verbales haya sido el camino para criar “hijos derechos”. Ingenuamente, me atrevería a pensar que hace parte de una miopía selectiva para no detallar las secuelas y efectos de esas acciones, pero hay algo claro: la violencia persiste y llega a los demás.
Por la misma línea están las ideas sociales de que agredir para no ser agredido es principio de defensa. Así muchos colegios han visto generaciones pelearse unas con otras. Se conocen también casos de matoneo que han terminado trágicamente, así como el afán de validar a los hombres como ‘varones’ si han hecho valer su hombría en una pelea.
Es como si para tener avanzar el comodín de la violencia y la intolerancia fuera juego obligado. Es más, con la llegada en masa de las redes sociales y las grabaciones de video, hemos notado cómo la violencia discursiva se enmascara en mensajes de odio y discriminación. Es más, hay una camada que solo usa Twitter, por citar un ejemplo, para el insulto y el oprobio.
Pero ¿por qué somos tan agresivos? Seguramente, pueden existir muchas explicaciones desde lo antropológico y sociológico -y no me niego a ellas-, sino que pareciera que no hubiera manera de poderlo contextualizar ni explicar y que somos violentos, per se… Y me excuso por la generalización.
Nuestros noticieros de televisión están llenos de casos de intimidación, aprovechamiento, explotación, atracos, homicidios, entre muchas otras formas de violencia. El reflejo de lo que somos es que somos agresivos. Se ve en todas partes, desde la estación de bus hasta en las discotecas; en los colegios y hasta con los discursos de odio en centros de fe o iglesias. Ni qué decir de los estadios o en las represiones sociales.
Ahora, imaginemos la clase de agresiones que se escucharán y verán en la contienda electoral que apenas entra en calor.
Naturalmente, toda esa agresividad profundiza y se nutre en las heridas más notorias de nuestra sociedad. La bronca de la desigualdad y la cultura de la violencia profundizan las lesiones que dejaron, por ejemplo, las perversas innovaciones del narcotráfico.
El punto es que somos agresivos en lo mínimo y en lo máximo. Desde los ataques indiscriminados en redes sociales, llenando de calificativos e insultos a los demás, hasta perder de vista lo esencial de la vida y someterlo a la tragedia.
¿Por qué seremos tan agresivos?