¿Nos comportamos de manera menos egoísta cuando estamos rodeados de otras personas?
Recientemente, Jonathan R. Goodman, investigador en Estudios de Evolución Humana de la Universidad de Cambridge, planteó esta pregunta en un artículo publicado en el portal The Conversation.
El académico propuso este interrogante luego de caminar con otros padres de familia y encontrar un billete en el suelo. Contó que entre todos optaron por dejar el dinero en una banca de un parque, pero comentaron entre ellos que, si hubieran estado solos, seguramente cada cual se hubiera quedado con él en su bolsillo.
Para el autor hay una luz al final del túnel y cree que códigos morales, como la religión, cooperan para ser más generosos o altruistas.
Sin embargo, el interrogante resulta relevante hoy, sobre todo, en el entendido de que esta puede ser una sociedad “caníbal”, es decir, voraz hacia los demás en tiempos de internet, hiperconexión y globalización.
Quizás esa apariencia edulcorada, perfeccionada y maquillada que vendemos de nosotros, ahora con la primacía de las redes sociales -que solo muestran una faceta y el lado conveniente de las cosas- es lo que prueba que ahora la competencia es más notoria.
La rivalidad, muchas veces imaginaria, es patente y se hace difícil resistir a los deseos planteados desde el egoísmo -nuestro instinto- para obtener las mejores partidas. Existe un deseo por ser superiores a los demás y, a veces, es una lucha que se salda a cualquier costo.
Desde una perspectiva evolutiva, muchos argumentan que algunos comportamientos egoístas pueden tener raíces en la selección natural, pues los seres que priorizan sus propios intereses pueden tener una ventaja en términos de supervivencia.
Ahora, vale la pena preguntarse si el egoísmo, pese a ser instintivo, es regla en nuestra toma de decisiones.
Sin embargo, también es importante destacar que la cooperación y el altruismo también han evolucionado debido a sus beneficios para la supervivencia y la reproducción grupal.
Se pueden pintar diferentes escenarios para reconocer su impacto de nuestras acciones o hacer un mea culpa sobre nuestros niveles de egoísmo y si este nutre otras facetas humanas como la egolatría o el egocentrismo. En otras situaciones, hasta degradarse en abuso narcisista o violencia psicológica y física.
Pero el apetito voraz y absorbente fundado en el egoísmo no es algo de hoy. Ha estado con nosotros siempre. Fue la ambición lo que movió a imperios invasores a someter a sus contrarios o a que las conquistas libertadoras llegaran a ser fructíferas o fallidas.
Por lo contrario, la moralidad ha querido contrarrestar un poco la fuerza de los deseos con la representación de la bondad, generosidad y amabilidad. Probablemente, son los actos altruistas o afectivos los que nos licencian para poder embarcarnos en otras empresas más nobles.
Pero, pretender que el ser humano no sea egoísta puede ser una quimera y no es el punto de discusión. El hombre ha desarrollado reglas que le permiten comportarse en sociedad a través de códigos moralizantes, como, por ejemplo, la religión y atenuar el actuar egoísta.
Sumado a esto, suscribo a la posición del realizador de cine y escritor David Trueba, en una columna en el periódico El País, de Madrid (España), quien además, afirmó que “si alguien volviera a insistir en las ventajas que se obtiene al intentar ser buena gente, podríamos encarar el futuro con un poco menos de sobredosis de individualismo depredador y algo más de consciencia colectiva”.
Pero, como lo dijo él, “la creencia de que la máxima forma de inteligencia es la bondad ha dejado de tener seguidores. La buena prensa de la maldad, cuando se la identifica con la suprema brillantez del listo, ha llevado al triunfo político de los pillos”.
Vale la pena preguntarse si, por ejemplo, la sobreexposición de nuestros actos en redes sociales nos hace menos o más egoístas y si, además, nos lleva al complejo de inferioridad por una comparación constante y el deseo irrefrenable.
¿Somos menos egoístas o más bondadosos?