No deja de ser una paradoja que hoy use una columna de opinión para reflexionar sobre el agotamiento que vivimos con el desbordamiento de opiniones sobre, básicamente, todo.
Hay opiniones de todo tipo: algunas aplastantes, unas sesgadas, otras implícitas, y muchas sin conocimiento sobre lo que se dice.
Con el crecimiento del flujo de noticias por medios tradicionales o virtuales, también hay una creciente marea de opinadores sin reservas -y sin argumentos-.
Estamos apabullados. Pretendemos validar y validarnos con nuestras opiniones, hemos creado una nueva necesidad de expresar todos los sentires, impresiones, imprecisiones, pensamientos o de tener un concepto para todo. Además, demandamos ser escuchados.
En muchos casos, se leen y se escuchan juicios condenatorios que no son otra cosa que sentencias para acomodar la realidad según lo uno u otro.
Hoy, pareciera que la obligación es tener una posición, con o sin conocimiento de causa, solo como confirmación de nuestros niveles de conocimiento o ignorancia.
También, porque, en la nueva ‘cultura de la cancelación’ está mal visto dudar o no tomar partido. Se les castiga a los inseguros como ‘tibios’, y se califica el silencio como ignorante. Así, intempestivamente, nos hemos vuelto oyentes del ruido.
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, nos recuerda el valor de la phrónesis como atributo de la ética y la filosofía moral, traducida generalmente como prudencia o sabiduría práctica.
La phrónesis es una de las virtudes intelectuales clave dentro de la ética aristotélica, pues implica la habilidad de discernir lo correcto de lo incorrecto en situaciones concretas, y actuar de manera justa y moralmente apropiada.
Aristóteles consideraba la phrónesis esencial para la toma de decisiones éticas y morales. Esta virtud implica el juicio práctico y la capacidad de elegir la acción correcta en un contexto particular.
La phrónesis se basa en la experiencia, la sensatez y la reflexión sobre lo que es moralmente correcto en la vida cotidiana.
Es cierto: vivimos tiempos convulsos donde hay que rogar por un tiempo para el discernimiento, puesto que la inmediatez -especialmente de las redes sociales- no permite hacer una revisión de nuestro pensamiento. Luego, vuelan dardos de “verdad” sin medir los daños.
Por la creencia máxima en la opinión, también hemos olvidado escuchar. Tenemos una escucha reactiva y no atenta. Hay una codificación para una respuesta inmediata y sin tolerancia al silencio.
En esta partida por convencer al otro de que su criterio es equivocado, desechamos de un tirón la crítica sustentada y la capacidad de reflexión.
Las causas de esto pueden ser variada, pero, quizás, una de ellas puede ser la búsqueda incesante del reconocimiento ajeno, lo que nos aproxima a ser emisores deliberados de opiniones y conceptos, por lo que quedarnos callados sería renunciar a él.
Hace poco, en una charla de cafetería, me preguntaron sobre cuál era mi posición sobre la noticia de moda. Confieso que no tuve de otra que decir que no tenía posición, que carecía de opinión. Simplemente, quería permanecer callado, pero pasé por ignorante. Ya no le veo nada de malo a eso. Ignorante soy con o sin expresión.
Pero, ¿para qué opinamos tanto? ¿Queremos persuadir a los demás con nuestro conocimiento? ¿Queremos aplastar a los demás por pensar distinto? ¿Nos hace daño quedarnos callados?
No tengo la respuesta para ninguna, pero sí he estado en escenarios donde se han contestado estos interrogantes.
El exceso de opinión está llevando a desinformación, con el desvanecimiento de los hechos y de lo fáctico. Ahora se hace difusa la línea que separa la verdad de las opiniones.
Esa desproporción también ha sacrificado la capacidad de argumentación y con ello la autenticidad, la autoevaluación y la autorreflexión. Por esto, a veces, pareciera que la mayéutica ya es fantasía.
Mi intención está lejos de pontificar sobre si opinar o no, o si lo que estoy haciendo es una oda a la autocensura -demonio que me aflige desde hace unos tres años-. Lo que cumple esta columna es dar un espacio al silencio, al validar no saber y/o no tener posición.
Por todo esto, no dejan de causarme gracia los comentarios que se dan en redes sociales debido a la mutación constante de los opinadores ‘expertos en todo’.
Todos los días tienen una opinión y con alta frecuencia suelen contradecirse. Pareciera que esa militancia en el ejército infalible de los opinadores mina la calidad de la memoria.
Sin embargo, existen nuevos notarios que saben buscar y enrostrar los momentos que desnudan posiciones propias contrarias o conflictivas.
Eso sí, jamás con esto pretendo decir que no podemos cambiar de opinión.
Con justicia decía Jorge Luis Borges: “Quizá haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones”.