La acusación al expresidente Donald Trump se está convirtiendo en una verdadera prueba de fuego para la democracia norteamericana. Y por ello, en un ejemplo bien interesante para el resto de las democracias en el mundo. Hay límites en la democracia que hay que respetar.
El enjuiciamiento del expresidente Trump por todo lo que hizo para desconocer los resultados del proceso electoral norteamericano, muestra cómo una política abusiva del poder, que se cierra en sus narrativas inexactas y mentirosas contra los procesos legítimamente instituidos, y que termina enviando un mensaje tóxico de desconfianza a los electores sobre el sistema electoral, termina siendo criminal. Y este mensaje sí que es importante, pues establece una línea clara entre el mero discurso político y la protección de la democracia. No todo se puede. La verdad es que en muchos lugares nos acostumbramos a los excesos y terminan siendo normalizados, cuando realmente son unos verdaderos atentados contra la sociedad democrática.
La pregunta que se han hecho quienes llevan el caso del expresidente Trump es muy clara: ¿Puede un presidente esparcir mentiras acerca de una elección y tratar de emplear su autoridad gubernamental para cambiar el sentido de la expresión de la voluntad de los electores, sin ninguna consecuencia? Pues bien, consideran que no. Y por ello lo van a llevar a juicio.
En efecto, la gran cantidad de mentiras y argumentos peregrinos, como resultado de una sed desenfrenada de poder, se convirtieron en una acusación de 45 páginas, en donde demuestran que el expresidente era consciente de las falsedades que decía, y que esta narrativa buscaba generar una desconfianza y rabia que erosionaba la fe pública en el sistema electoral. Otro punto clave que analiza la acusación es cómo desde la creación de la democracia americana uno de los puntos clave ha sido el cumplimiento de los períodos presidenciales. Inicialmente esta regla fue vivida voluntariamente por George Washington, quien dejó el poder luego de dos períodos y luego fue formalizado en la 22º enmienda, así, John Adams generó el precedente de entrega pacífica del poder luego de perder las elecciones. Y desde allí cuando los presidentes perdían asumían serenamente el dictado de las urnas. Todo fue así, hasta que llegó Trump.
Ahora, nos corresponde esperar la evolución de los juicios, que seguramente serán muy movidos, y que la democracia confía que lleguen a buen puerto. Y muy particularmente rápido, para que pueda saberse antes de las elecciones de los Estados Unidos. Ello le pone una urgencia especial, pero también un condicionamiento bien complejo por lo dividida que está la opinión pública.
De nuevo, recordemos cómo algunos candidatos presidenciales en el caso colombiano tenían preparado un discurso si perdían las elecciones para denigrar del sistema y sostener la hipótesis del fraude. Pues bien, los politólogos tendrán en este caso de Trump una excelente oportunidad para teorizar sobre la cuestión. Y lo que es más importante, que se puedan sacar conclusiones muy concretas sobre los límites del discurso político frente a la esencia de la democracia. No todo discurso político está permitido. Hay que respetar los sistemas institucionales. Y si el discurso político se sale del cauce puede tipificarse un delito. Aunque algunos sostienen que es preferible los abusos que las autocensuras, hay límites esenciales que hay que respetar. Y muy especialmente cuando el actor es el primer mandatario de la nación.