Hace poco conocí a alguien con quien he desarrollado un buen afecto. Al principio, nos presentamos como si estuviéramos aspirando a un empleo: enumeramos, entre otras cosas, nuestros estudios, logros académicos y profesionales, además de algunosrecorridos que suelen consignarse en la hoja de vida o en LinkedIn. 

De repente, en la conversación saltó el deseo de dejar la pantomima y comenzar una charla centrada en elementos reales que generalmente son omitidos porque corresponden al apasionamiento o la emoción. 

De nada me servía saber su ocupación ni sus estudios. Con el tiempo, hemos visto que preferimos conocer nuestros miedos e ilusiones, posiciones o críticas.

Fuera de esta referencia personal, hay que subrayar que hemosconstruido diferentes y sugestivas narrativas, que carecen de interioridad, pero que buscan seducir a los ojos y los sentidospara ganar la atención para, después, no saber qué hacer con ella. 

Este fenómeno de auto-representación adquiere un matiz singular. Lo que se ofrece al mundo no es la persona en su totalidad, sino una versión pulida y cuidadosamente curada que busca impresionar más que conectar. Ya no hay consciencia del ser, sino una idea inexplorada por demostrar que hay capacidady habilidad para hacer lo que otros no han logrado, quizás.

Vayamos al concepto del "ser y el parecer". Según Jean-Paul Sartre, la existencia humana está marcada por la constante tensión entre lo que se es y lo que se proyecta ser. 

En este mundo donde la apariencia y la percepción social son fundamentales, el individuo se ve atrapado en una carrera interminable por demostrar su valor a través de logros medibles, mientras que las dimensiones más profundas de su ser quedan relegadas al olvido o, peor aún, son motivo de reserva o de vergüenza aduciendo que no son importantes o que carecen de valía y comprensión.

En este contexto, la acumulación de logros y la construcción de una imagen pública exitosa se convierten en formas de capital simbólico, como lo detalló Pierre Bourdieu. 

Un capital valioso, no solo por lo que representan en términos de habilidades o conocimientos, sino por el prestigio social que otorgan, como si este prestigio sirviera de algo -más allá que lafruición del ego-. 

No obstante, este capital simbólico, al centrarse en la imagen pública, puede generar un vacío emocional, donde las relaciones humanas se basan más en la utilidad que en la autenticidad.Como dice mi amigo, el filósofo Alejandro Brand R., es mejor ser objeto de deseo que objeto de uso. 

Erving Goffman, padre de la llamada ‘microsociología’, en la teoría de la de la autopresentación, sugiere que las personas actúan como actores en un escenario social, constantemente ajustando su comportamiento para cumplir con las expectativas de los demás. 

Este enfoque, aunque eficaz para lograr aceptación social, puede resultar en una desconexión profunda con el yo auténtico. Al priorizar la impresión sobre la emoción, se corre el riesgo de perder de vista lo que realmente importa: la capacidad de conectar al nivel humano, de compartir vulnerabilidades y de reconocer que la esencia de una persona no reside en lo que muestra, sino en lo que es.

Precisamente, no resulta curioso que las narrativas creadas en tiempos cibernéticos de redes sociales se reduzcan a crear imágenes y perfiles de personas que no existen: absolutamente artificiales, impecables, libres de error, con posiciones provocativas que únicamente buscan el deseo de algo que no se conoce.

Han sido estas redes las que me han explicado, en últimas, el verdadero sentido del refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. 

De hecho, porque en la mayoría de casos, no existe ese buenoimpoluto, no hay tal bondad intachable -y casi que inhumana-, porque, en la extrema falta de consciencia que conduce el esconder la verdadera cara de nuestra psiquis, es cuando fallamos en mostrar si en nosotros ha emergido la fuerza y fortaleza de la autenticidad.

Mi generación millenial (y las que siguen) tiene -o tenemos-, pues, implantada una función de vivir para sustentar, en la medida de lo posible, lo que mostramos y compartimos socialmente o en redes. 

Puede convertirse esto en una tarea titánica y fatigante si esto falta a la verdad o busca revelar algo que no corresponde a la realidad. 

Sin embargo, tener que sostener perfiles consignados con nuestros nombres, donde con el paso del tiempo se mantienen nuestras imágenes, comentarios o antiguas ideas, desnudan también ese ser que no merece estar atrapado en una vitrina, como si estuviera en venta, a la espera que los demás lo vean y juzguen si comprar lo que allí se vende o despreciarlo para seguir su propio camino. 

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha señalado que las sociedades occidentales han experimentado una transición, pasando de un modelo disciplinario, fundamentado en reglas estrictas y prohibiciones, a una sociedad enfocada en el rendimiento, donde los individuos se someten a una autoexplotación constante en la búsqueda de éxito y validación personal. 

Aseguró que, en el pasado, romper las normas implicaba un castigo; en la actualidad, es el no cumplir con las expectativas propias lo que genera frustración.

Esta constante autoexigencia de rendir más y más provoca una homogeneización de las diferencias, llevando a un vacío emocional, por el cual buscamos trascender a través del posicionamiento de logros. 

Este complejo enfoque socialmente aceptado produce agotamiento, aburrimiento e indiferencia y puede causar trastornos como hiperactividad, impaciencia y agotamiento. Como resultado, se sacrifica la capacidad de disfrutar la vida y celebrar sus momentos festivos.

La vida no es una competencia ni viene con un manual de instrucciones. Todos somos libres de desarrollarla a nuestra mayor conveniencia o siguiendo nuestros más profundos instintos. 

Pero, de ninguna manera, se trata de avasallar a los demás buscando imponer la atención de los logros socialmente aceptados, como los académicos o laborales, mientras escondemos la parte empática de nuestro ser; esa que hace buenos amigos, que genera romances y crea emociones que justifican, en últimas, pasar por todos esos desfallecimientos de conseguir algo solo para ponerlo en la vitrina de la hoja de vida.

 

 

Luis F Molina