Fui tuitero obsesivo entre 2009 y 2020. Después de eso, limito mis interacciones allí a hablar del estado del tiempo en Manizales -motivo por el cual no he cerrado la cuenta y por el cual estoy estrenando un canal de WhatsApp público- y a leer noticias deportivas en tiempo real.
Pese a la rapidez de la plataforma, cada vez tengo más reservas sobre usarla y, peor aún, leer muchos de los contenidos que allí se publican.
También sé que la decisión de cerrar la cuenta me privaría de conocer más gente brillante allí. Muchos de mis buenos amigos hoy los conocí en interesantes conversaciones que iban de tuit en tuit y pasaron a la vida real. Pero ya no es como antes y entre nosotros ya hay más silencio en redes.
No es secreto para nadie: las plataformas de redes sociales han transformado la manera en que nos comunicamos, debatimos ideas y nos relacionamos.
Nos han otorgado una sensación de sentirnos escuchados como nunca y de cultivar nichos que ahora llamamos “seguidores”. Con ese falso respaldo moral, muchos son ahora emisores de insultos, juicios y diatribas que carecen del mínimo cuidado por respetar posturas diferentes.
Entre muchas de las malas prácticas y dentro de las tendencias más preocupantes de esa interacción en línea está la personalización de los debates, particularmente en X (anteriormente conocido como Twitter y que siempre llamaré así). Esta acción, caracterizada por afrentas y ataques personales, socava el verdadero propósito del diálogo: la búsqueda conjunta de la verdad y el entendimiento.
Esa inclinación hacia los ataques puede explicarse desde el concepto de la disonancia cognitiva: Generalmente, cuando encontramos opiniones contrarias a las nuestras, sentimos una incomodidad interna que puede provocar reacciones primarias. Para aliviar esta tensión, a menudo atacamos al mensajero en lugar de abordar el mensaje.
Es una forma de proteger nuestro sentido de identidad y coherencia, aunque a costa de la integridad del debate.
El filósofo alemán Jürgen Habermas habló de la "acción comunicativa", donde el objetivo del diálogo es alcanzar un entendimiento mutuo a través de la razón. Sin embargo, cuando los debates se centran en ataques personales, se desvían hacia lo que Habermas denominó (siendo yo muy reduccionista) como "acción estratégica", donde el objetivo es vencer al oponente por medio del poder o el engaño, en lugar de comprenderlo. Esto reduce la calidad del debate y perpetúa la polarización.
El problema con los ataques personales es que son una forma de falacia lógica conocida como ad hominem. Este tipo de falacia desvía la atención de los argumentos y evidencia presentados, enfocándose en características personales del interlocutor. Es una táctica que no solo es intelectualmente deshonesta, sino también destructiva para el diálogo constructivo.
Las consecuencias de esta tendencia son graves. En primer lugar, la calidad del debate público se ve erosionada. En lugar de analizar argumentos y evidencia, las discusiones se convierten en batallas de egos y descalificaciones.
Esto desalienta la participación de personas que podrían aportar perspectivas valiosas, pero que no están dispuestas a someterse a la toxicidad de los ataques personales.
Además, la personalización de los debates alimenta la polarización social. En lugar de ver a aquellos con opiniones diferentes como adversarios respetables con los que podemos disentir, empezamos a verlos como enemigos a ser destruidos sin piedad. Esto dificulta la posibilidad de encontrar puntos en común y trabajar juntos para resolver problemas colectivos.
Volviendo a internet, un estudio de la Universidad de Stanford del 2019 encontró que los usuarios que se involucraban en discusiones más civilizadas y basadas en argumentos eran más propensos a comprender perspectivas opuestas y a disminuir su polarización, en contraste con aquellos que recurrían a ataques personales, quienes tendían a reforzar sus prejuicios y a radicalizarse más.
El antídoto puede parecer fácil, pero no lo es. Se trata de ser conscientes de nuestras propias reacciones y esforzarnos por mantener la discusión en el terreno de las ideas y no de las personas. Esto implica practicar la empatía, tratando de entender por qué alguien puede sostener una opinión diferente a la nuestra y respetarlo cabalmente.
Es crucial fomentar espacios de debate donde se valoren los argumentos bien fundamentados y se sancionen los ataques personales, algo que debe venir desde una edad temprana, cuando debemos enseñar a reconocer otras ideas y evitar las falacias lógicas y, en últimas, desprendernos de la necesidad instintiva del contraataque, la venganza y la revancha.
No sea que caigamos en la desgracia de creer que un desconocido que se esconde tras un nombre anónimo nos haga “creer” lo que valemos.