En memoria de Mike Jiménez Franco
¿Qué es lo más bello de las relaciones interpersonales? ¿Brindar amor, quizás? Otros pueden decir que las expresiones más vivas del afecto y el cariño. Hay muchas respuestas, y todas pueden ser válidas.
Sin embargo, creo que lo más poético está en cuidar y ser cuidado. Pero va más allá de un significado vano de querer conservar algo por nuestro bien y tenerlo allí; no. Eso no es cuidar. Se trata de propender por brindar ese aliento protector que hace que los demás se sientan valorados y aceptados dentro de su vulnerabilidad.
El cuidado no es simplemente salvar o rescatar a alguien, como si fuéramos héroes en un acto de dramatismo. Al contrario, el verdadero cuidado está en esos pequeños gestos cotidianos, en la constancia de estar presente para el otro, incluso en los momentos de silencio. Claramente, va más allá de simples actos de servicio desinteresados.
Heidegger hablaba de la importancia de “ser-con”, es decir, de cómo existimos en un estado de interrelación con los demás. En este sentido, cuidar a alguien no significa actuar sobre el otro, sino habitar ese espacio compartido, en el que el simple hecho de estar allí, de escuchar y acompañar, ya es un acto de profundo cariño.
Quizás, por esto, me gusta mucho el verbo ‘cultivar’ cuando hablamos de las relaciones interpersonales, pues un cultivo se estropea si no tiene los debidos cuidados y las atenciones que este demanda para que dé el fruto por el cual se depositó en principio su semilla.
Simone Weil lo capturó con una sencillez abrumadora: cuidar es prestar atención. Cuando realmente cuidamos a alguien, lo hacemos a través de la atención a su ser, a su dolor, a sus alegrías. La atención es el acto de valorar al otro, no por lo que hace o puede darnos, sino simplemente por existir.
En este sentido, el cuidado auténtico no exige una retribución ni busca un fin más allá del propio acto. Es un darse sin expectativas, un arte que cultiva el amor desde lo más sencillo. Hoy, con todas las distracciones que existen y una sociedad sobreestimulada, la atención es toda una muestra de valor y cuidado.
La belleza del cuidado radica en su simplicidad. No se trata de gestos grandilocuentes ni de sacrificios heroicos. Es en la constancia, en los detalles pequeños, donde el verdadero arte de cuidar florece. Cuando dejamos de ver el cuidado como una obligación o una carga, y empezamos a verlo como una forma de cariño, nos damos cuenta de que es en esos momentos de atención donde los lazos más profundos se tejen.
El cuidado transforma, y no solo a quien es cuidado, sino también a quien cuida. Foucault decía que el cuidado de sí mismo es fundamental para poder cuidar de otros, porque una persona que no se cultiva a sí misma no puede estar presente de forma auténtica en la vida de los demás.
Este cuidado personal no es egoísta, es una manera de reconocer nuestras propias necesidades para estar disponibles de corazón, sin esperar nada a cambio. Solo cuando aprendemos a cuidar nuestra propia fragilidad, podemos reconocer la del otro y brindarle un espacio seguro donde ambos puedan crecer.
Probablemente, todos tengamos claro lo que dijo Heidegger, Weil o Foucault. Pero el cuidado está en vía de extinción por cuanto las enormes esferas de nuestra individualización nos han llevado a habitar en burbujas inconexas que no se solidarizan. Esa empatía vacía, que se queda en la superficie, nos aleja del verdadero cuidado.
Este, en cambio, es un acto de acompañamiento, atención constante, y requiere algo más profundo: la compasión. No se trata solo de entender el dolor del otro, sino de estar dispuesto a acompañarlo y ofrecer consuelo sin reservas.
De allí que haya tantos empáticos que no tienen compasión. Esa empatía es el sentimiento más vacío y sintético que existe; prácticamente, es pesar y lástima si no viene acompañado de una compasión que siente y que, por ese mismo sentir, cuida, cultiva y valora.
El cuidado, per se, es acompañamiento, es atención. Así como la confianza es un valor supremo que alberga muchos otros, el cuidado también necesita de algunas circunstancias para poder surtirse como tal. Empero, si bien el cuidado es fundamental, es importante establecer límites para evitar el desgaste emocional y la dependencia.
Es como la madre que cuida del recién nacido y provee por él siempre, incluso cuando ese ser ya es un adulto. Es como el amigo que está pendiente de su par con el fin de no dejarle caer en vacíos existenciales o dudas que le roben la fe por la vida. Es como el que cuida su comunidad y su barrio; el que sabe que puede actuar y lo hace.
El cuidado es un arte que hay que mantener a toda costa.
No se cuida en generalidades, así como tampoco un mensaje de chat es una caricia. Por lo contrario, se necesita de afecto -del sagrado afecto- para sentir lo medicinal del cariño y del amor.
Por eso, aunque se valoran los gestos de interés, el cuidado requiere entrega y sin ella, todo será un enorme saludo a la bandera desde el ego y, en el peor de los casos, desde las huestes de los narcisos.
Cierro esta columna resaltando la labor de un cuidador que tuve por al menos ocho años de mi vida y que hace 10 días regresó a la Casa del Padre.
Mi amigo Mike Jiménez Franco fue un cuidador por excelencia. Sus regaños eran duros, sí, pero nunca dejaban de estar matizados por el cariño, la atención y, sobre todo, una entrega incondicional que demostraba su profunda conexión con los demás. Su partida me lleva a esta reflexión sobre el cuidado, recordándome que su vida fue un ejemplo de entrega y dedicación a los demás.
El cuidado no es una idea abstracta ni un gesto simbólico. Es un acto que requiere presencia, entrega y compasión genuina. Si dejamos que el cuidado se disuelva en la superficialidad del ego, perderemos el verdadero arte de conectar con los demás. Seguramente, todos tenemos a alguien en nuestras vidas que ha cuidado de nosotros con esa misma entrega.
Cuidar es recordar nuestra humanidad compartida, y en ese recordatorio, encontramos el sentido más profundo de nuestras relaciones. Mike nos dejó su ejemplo para que lo apliquemos. Vivamos con y el cuidado.