Conozco pocos gritos tan liberadores como el del gol. No cantamos un gol; lo gritamos.
Cuando la anotación es necesaria o urgente, es imposible gritar un gol desde la comodidad de una silla. El mismo grito de gol nos impulsa a saltar levantando ambos brazos, como si estuviéramos tocando el cielo con las manos. Pareciera genética o una dicha aprendida.
En la celebración de un gol hay júbilo y abrazos. Es un frenesí que resulta tan difícil de explicar que solamente la pasión del deporte logra exponerlo en su completitud.
No se puede gritar un gol desde la apatía, como creo que es improbable -si no imposible- cambiarse de equipo a media vida. Es, quizás, de los afectos más sensatos que desarrollamos como individuos, pues este mismo amor por una causa nos hace miembros de una comunidad animada por el deporte o el deseo de triunfo.
También, porque el grito de gol borra las fronteras invisibles que nos dividen de nuestros semejantes. El apoyo a un equipo deportivo o a un deportista puede ofrecer una sensación de pertenencia como pocas otras.
Al identificarnos con un equipo, los aficionados nos unimos en un sentido de pertenencia compartida, lo que puede proporcionar una sensación de conexión y solidaridad con otros. Se comparte la derrota, así como se brinda en la victoria.
La escritora y teórica alemana Hannah Arendt, en otras palabras, enfatizó en que la experiencia deportiva puede ser vista como una forma de acción compartida donde los individuos se unen en la búsqueda de un objetivo común, ya sea como miembros de un equipo o como espectadores que comparten las mismas emociones.
Por eso es que el acometimiento por la gloria deportiva nos une como colectividad y es un repaso de nuestra entrega por la grandeza, justo ahora en el previo de las olimpiadas y sus 32 disciplinas.
Cada uno hace barra a su gusto. Está el gol en el fútbol; el out en la última entrada o el Home Run en béisbol; una cesta de tres puntos faltando medio segundo en baloncesto o, en mi caso, un resonante grito de Touchdown de los Minnesota Vikings, mi amado equipo de fútbol americano -que es mi perdición hace 15 años y me hace sufrir año a año sin que medie razón o dolor-.
Algo nos sucede a todos los hinchas al inicio de cada torneo o competición: una especie de fe renovada en poder conseguir el máximo título y alcanzar la gloria deportiva que solo vive quien lo goza, aunque el pasado inmediato sea de frustración, disgusto o decepción.
Los deportes están allí para imprimir vida y emoción a una existencia que muchas veces se doblega por la rutina. La experiencia deportiva nos ofrece un escape temporal de las preocupaciones cotidianas y permite a los espectadores sumergirse en un estado de ánimo diferente.
Este tipo de trascendencia puede llevar a sentimientos de euforia y felicidad al experimentar momentos de triunfo y gloria junto al equipo amado, o también a desencadenar sentimientos de ira y frustración en la derrota o cuando nuestros rivales logran lo que nosotros buscábamos.
Esas mismas furias se han salido de cauce en Colombia y América Latina llevando a jóvenes de diferentes zonas a tratar a los seguidores de otros equipos como sus enemigos. Pero nada más alejado de la realidad cuando la fuente de la alegría y la gloria es la misma para todos.
De hecho, solo basta ver cómo los partidos de la Selección Colombia cambian el ambiente del país. Quizás, recordar la Copa Mundial de Fútbol del 2014 es un grato encuentro con la memoria. Era un país completo apostándole a los suyos pese a las heridas y divisiones del día a día.
En el deporte estamos reunidos y suspendidos por la pasión que nos genera ser parte de ese objetivo común y que, pese a que no jugamos, sí reconocemos como nuestro lo que sucede al final en el campo y, por lo tanto, es vinculante a nuestro día y a nuestro estado de ánimo como sociedad.
Ahí está la bendición del deporte: sacude la quietud y le imprime incertidumbre a una vida que pareciera predefinida.