Fue en una larga y soledosa y casi que infinita noche del desierto, hace unos cuatro mil años, cuando después de muchos crepúsculos de meditación, Abraham, el padre fundador del monoteísmo, (aunque otros consideran que lo fue Moisés), llegara a esa, una de las conclusiones más importantes de la historia del hombre: solo hay un Uno; y es por sobre los otros y por todos el Único; y es la única fuente de donde todo procede.
La leyenda de los judíos refiere que Abraham vio las estrellas y se dijo: he allí en tan altos lugares a los dioses. Pero ellas desaparecieron y nada ocurrió. Y luego observó al sol que salía y daba vida, iluminaba y traía el calor a la tierra y a todas sus criaturas, y Abraham reflexionó: he aquí al mismo dios. Pero el sol era itinerante, y lo mismo la luna y todo lo que había. Fue entonces cuando Abraham se abrió a su bella meditación y se dijo: debe existir algo que los ha creado y les da su movimiento y reaparición y constancia; y ese es el Único, y solamente a ese llamaré Dios.
La idea de mayor fuerza que pueden albergar la mente y el corazón del ser humano, es la idea de Dios. Inunda ella el alma toda de quien bien la lleva; así la llena, como si estuviese esa alma especialmente configurada para ello. Y como se confunde con las estructuras de nuestro espíritu, esa creencia, en cuanto que firme, multiplica las potencias de nuestro ser y sus capacidades. (Las más bellas obras de arte las ha inspirado esa idea de Dios).
Abraham incorporó a su ser ese trascendental hallazgo, y por ello siguiendo las señales de su Señor abandonó a Ur, la de los caldeos y se dirigió a Canaán, la tierra de las promesas, para ejercer allí el encargo como el primer misionero de ese Único. Y para serle fiel y poder entregarse a su vocación de profeta de una de las máximas ideas, renunció a lo mundano, al cariño de su esposa y al de su tardío hijo Isaac.
Antes de los evangelios y en relación con Abraham, algunas leyendas enseñaban análogas situaciones a las que después viviría Jesús. Fue así como los ancianos relataron que antes de nacer Abraham los augures que escrutaban los cielos le vaticinaron al rey Nemrod, que nacería un niño que al crecer lo suplantaría y que por ello debería matarlo. Setenta mil recién nacidos fueron sacrificados. Para proteger la vida de Abraham, su madre Terah dio a luz en una cueva; allí tuvo presagios al momento del parto, los que le indicaron que podía dejar allí al recién nacido, pues los ángeles cuidarían al infante y le proveerían del alimento.
También fue grandiosa su muerte. Joseph Campbell trae aquí un murmurado eco de bíblicos parajes, al contar como Abraham, ya anciano, se encontraba en descanso bajo la encina de Mamré, cuando una señal del cielo le indicó que la muerte se dirigía hacia él. Y ella, al llegar y como excusándose le susurró al oído: vengo bella porque me presento ante un justo como tú. Luego Dios tomó su alma “como en un sueño”, y le encargó al arcángel Miguel que la transportara al cielo, al mismo tiempo que el mismo Dios le advertía: “lleva con cuidado a mi amigo Abraham al paraíso, donde está el lugar del encuentro de los justos, en donde no hay dificultades ni congojas ni suspiros de nostalgias, sino paz y regocijo y vida eterna.”
Grandes los pueblos que tienen un padre fundador que les deja, como en su onda, como en estela, de pasado y de futuro, un ideal y un sueño, igual una bella morada en el corazón, y sobre todo una firme creencia, correcta y humana, la cual continuará por sobre los días irradiando su virtud y su valor. Por eso estarán hechos esos pueblos para las grandes empresas del espíritu y sobrevivirán, así sufran lágrimas y cautiverios.
Y buen final para Abraham, padre fundador, brazo del firmamento infinito, peregrino de Dios que en una noche del desierto escuchara e hiciera suya en su corazón fuerte, a la voz que iluminaría a la humanidad con una de las más trascendentales creencias que la finita conciencia del ser humano puede albergar