En sosegado y acompasado soneto sobre la lectura, cancionó Quevedo: “con pocos pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”. Cuando se leen biografías, además, se escucha y se dialoga con esos grandes personajes biografiados. Y se aprende de ellos. Al presidente Petro bien le valdría la pena, para superar esta situación tan pantanosa en la que nos tiene, leer y mezclar muchas biografías. Le recomiendo la de Konrad Adenauer y su principal virtud: la prudencia.
Kissinger, sobre Adenauer, el reconstructor de Alemania después de la guerra, se refiere a este como “la estrategia de la humildad”. No tan cierto. Lo refuta su exjefe Nixon. Este, en su libro “Líderes”, muy anterior, trae varias anécdotas. A un periodista, Adenauer no le respondió pero sí le dijo: con esa pregunta usted no ingresaría al servicio exterior; a un parlamentario de la oposición que lo elogiaba, le increpó: la diferencia entre usted y yo es que yo tuve razón a tiempo. Autoritario, lo llamaron “el Mussolini alemán; y también un “Maquiavelo despiadado”. Implacable y sarcástico.
Ningún humilde, pero con dos excelencias. La prudencia, y luego su moral y sus capacidades puestas al servicio de su agobiada nación. Ambas virtudes están en duda en el caso de Gustavo Petro. Así lo atestiguan algunos de sus comportamientos. Según los sicólogos el poder hace que la persona aprecie y valore las circunstancias desde un plano superior. Se pierde el “polo a tierra”. Y así le resultará esquiva la prudencia.
La prudencia es virtud germinal, pues sin ella las demás virtudes padecerán por defecto o por exceso, y por ello dejarán de serlo. Recordar a Aristóteles y el justo medio. Prudencia, una ecuanimidad siempre presente. Prudencia, que va unida a la paciencia, pues esta última es como una prudencia esperando. Coherencia interior al no dejarse seducir por la vanidad, el oportunismo o la venganza. La debida contención. Saber reaccionar y responder y darse tiempo para discernir. Un manejo tranquilo, tanto de la debilidad como de la fortaleza. Una fina intuición de lo que requieren el instante y sus circunstancias. Si al poderoso lo acechan tantas posibilidades de incurrir en peligros y desmanes, la prudencia le servirá de amable contención.
Un arte de la escucha interna. El antiegoísmo. Una renuncia, cuando esta procede. Como en el ballet clásico, pero una estética del alma. Por su armonía y por su ecuanimidad inspirará confianza. En la derrota Adenauer les inculcó a sus compatriotas la máxima de Spinoza: “no llores, no odies, pero comprende”.
Igual a los aliados, los vencedores. Como sabía que las equivocaciones de un gobernante las sufren sus pueblos, su lema fue “nada de experimentos”. Insisto: “nada de experimentos”.
Su reconstrucción de Alemania después de la derrota en la guerra, empezó, no desde un cero sino con algo más negativo. El país físicamente destruido. Peor estaba la parte del alma nacional: sin instituciones, con sus dirigentes manchados, con una gran culpa. Y siempre su prudencia. Y me faltaba el título de la biografía de Terence Prittie: “Adenauer, un estudio sobre la fortaleza”.
Nietzsche, en “Así hablaba Zaratustra”, imaginaba una hipótesis escalofriante: un rebaño sin pastor. Así había quedado Alemania. Aquí me asusta más este pastor que conduce a su rebaño con brío… con el brío de su sola imprudencia.