“Hijo de rey y padre de rey, nunca fue rey”. Fue don Juan de Borbón y Battenberg (nacido en 1913), hijo del monarca Alfonso XIII, exiliado este último con sus hijos desde que en 1931 triunfaran en España en esas elecciones los republicanos antimonárquicos. Hijo tercer varón, don Juan no era el llamado a suceder a su padre. Pero el destino o el travieso hado o el maligno fatum lo colocaron cerca y lejos, lejos y cerca, sucesivamente, del trono español.
Primero tuvieron que renunciar los dos mayores y su padre abdicó en él. Así se acercó al trono. Seguía la república, lejano. Después vino el alzamiento en contra de esta por los militares en 1936, la guerra civil, y todo indicaba que su triunfo llevaría al restablecimiento de la monarquía. Cercano. El general José Sanjurjo era el llamado a comandarla y detentar el poder. Más se acercaba don Juan. Sanjurjo murió en accidente, Franco, el dictadorsísimo, le sucedió y triunfante sentenció: “no me dejaré sacar como Alfonso XIII; de aquí salgo con las botas por delante”. Lejano, otra vez, don Juan.
Fue así como don Juan pasó 36 años, la mayor parte de su vida, administrándola dignamente, pero también inútilmente, en pos de hacer efectivo su derecho a reinar en España. Examínense muchas biografías de políticos de autoridad y dominio, y el interrogante es: ¿quizás los hombres de poder transitan por ese su mundo como marionetas del poder mismo? De su atracción, de sus requerimientos, de sus fatales coqueteos, a los que no pueden sustraerse. Un matrimonio indisoluble, contraen. Títeres de su objetivo -el poder-, tal vez solo disponen de jugadas y acciones para conseguirlo y permanecerlo.
Su objetivo -el mando- los condiciona. Lenin, Stalin, Mao, Hitler, Mussolini, en sus actuaciones se advertirá que más semejan presidiarios constreñidos por el poder antes que dueños del poder. Idéntico Franco y su sangriento apego al mando. Y don Juan y su hijo, también, aunque de modo muy distinto, zarandeados por el llamado del poder, por decreto del destino y del nacimiento. Parodiando al ajedrez de Borges, alguien, desde más arriba de los jugadores del poder, los mueve como sus piezas. “No saben que un rigor adamantino/ sujeta su albedrío y su jornada.”
Fue un drama griego organizado por el todopoderoso Franco, cuando decidió que su sucesor sería Juan Carlos, el hijo de don Juan, en calidad de rey, saltándose la línea sucesoria. Así enfrentó al padre con el hijo, y colocó a este en el papel de Edipo obligado.
Estremece la escena de abdicación de don Juan, el padre, el 14 de mayo de 1977, en la persona de su hijo Juan Carlos. Allí, en el Palacio de la Zarzuela, con su familia y ante el notario del reino, con voz contenida, leve, pausada, pero digna y firme, leyó don Juan: “instaurada la monarquía en la persona de mi hijo Juan Carlos… ofrezco a mi Patria la renuncia de los derechos de la Monarquía, sus títulos…” Luego se acercó a su hijo, inclinó su cabeza en señal de sumisión y -con gesto que lo enaltece- selló su otra abdicación, la moral y la de sus sentimientos, abrazándolo.
Y sufrientes también en el drama esquiliano, las demás allegadas. María de las Mercedes de Borbón, esposa de don Juan y madre de Juan Carlos, de la que dijo Luis María Anson, que tenía “el cuerpo de avena clara, la voz lenta y dulce, los ojos de larga primavera, con raíces de trigo”, padeciendo ella la lucha entre los dos seres más próximos a su corazón. Y la madre de don Juan y abuela de Juan Carlos, de sus entrañas tanto el hijo como el nieto, penando ella las lentas agonías del proceso lacerante de sus dos vástagos. Y los leales monárquicos, ¿a cuál apoyar? Don Juan, el padre, les despejó la encrucijada: “apoyad al príncipe”, su recomendación.
Valiente, don Juan intentó dos veces incorporarse a los ejércitos nacionalistas, como soldado raso, pero fue rechazado en la frontera. Francisco Umbral, republicano, escribió: “Un hombre mítico, sacrificial y sabio… ha pasado como una sombra de oro y silencio…”. Más sin embargo, los vientos navegantes de la historia, aún los inmediatos, agitan sus resarcimientos. Mientras que al funeral de Franco solo asistieron dos personajes con pinta de dictadores, o sea Pinochet e Imelda, la esposa filipina de Marcos, al de don Juan acudieron significativos hombres de gobierno. Y si se mira el triste final de Juan Carlos, seguramente los historiadores añorarán a don Juan.
Su deber fue aspirar. Y lo asumió, no obstante tratarse de un aspirar con un horizonte lejano, gris, improbable, casi que imposible. Pero lo asumió y lo cumplió. Y cuando llegó el momento de la decisión final, inclinó ante su hijo su cabeza, guardó sus pergaminos y se puso a disposición de quien había tomado el sitial que a él le correspondía.