No contribuye a la amistanza entre los intelectuales y el fútbol una frase del representativo Ronaldo, con la que explicó un resultado adverso: “perdimos porque no ganamos”. Reminiscencias de Pambelé, aunque más profundo el nuestro. Anécdota aparte, aquí quiero sostener que la izquierda política y el fútbol son incompatibles. Norberto Bobbio sostuvo -y bien- que la izquierda se caracteriza por su compromiso con la igualdad. Y el fútbol es un deporte con un enjambre de desigualdades.
A quien más injustamente trata el fútbol es al portero. Se le niega, casi que por completo, la posibilidad de meter un gol, el trofeo mayor, el cual sí está en la posibilidad de los delanteros, casi que con cierta exclusividad. En cambio, se lo somete, al portero, a las mayores contingencias del autogol. Fue Allende, desde la izquierda quien lo calificó como la desdicha mayor. Riesgo del que está muy alejado el delantero.
Para que un portero pueda brillar, es preciso que exista una defensa mediocre, porque si esta fuere algo así como un valladar, el papel del guardameta será más bien gris. Es una paradoja y no resultará tan preciso. Así, cuando los comentaristas califiquen, luego, a cada jugador, al portero que en esas circunstancias ha mantenido una valla impoluta, los analistas ni siquiera le asignarán un número, sino que lo despedirán con una anotación marginal y lánguida: no fue exigido.
Pero en las condiciones contrarias, con una defensa mediocre, el portero será el “paganini” de todos los miedos en su área. Cargará con el inri de los goles. Desconsolado, con una quietud resignada e impotente, desde el suelo mirará al balón dentro de la red. Con precisión lo escribió Fulgencio Argüelles: “tendido en el césped como una alimaña herida de muerte”.
Y también será el depositario del mayor de los temores de todo equipo e hinchada: el terror al penalti. Justo el título que Peter Hanke, premio nobel de Literatura, le dio al libro que lo catapultó a la fama: “El miedo del Portero al Penalty”. Y si se da un empate y se requieren cinco cobros o más desde los once metros, para el guardavalla serán cinco o más miedos grandes y directos. Para cada otro jugador que cobra, en cambio, no habrá sino un solo motivo de inmensa ansiedad. (El guardameta del Bucaramanga así lo sufrió en su heroísmo).
Cuando los arqueros llegan a héroes, lo son de manera peligrosa y trágica. El arquetipo lo fue el húngaro Franz Platko, en 1928 guardavallas del Barcelona contra el Real Vasco. Cuando en el partido final del campeonato español iba empatado, el atacante del Real Vasco, Cholín, y cuando en solitario anotaría, se arrojó Platko a sus pies, y la patada que iba hacia el balón la recibió en su cabeza. Con el balón en su regazo e inconsciente, retirado en hombros de sus coequiperos, mucha sangre derramada, puntos en la cabeza, como en ese tiempo no había sustituciones, de la enfermería se escabulló, regresó al campo a jugar y al final ya había dejado más sangre y hasta la venda sobre la grama. Ratificó el empate. Rafael Alberti escribió su “Oda a Platko”: Rubio Platko de sangre,/guardameta en el polvo,/pararrayos…/tigre ardiente en la yerba”.
Los delanteros son los privilegiados de la cancha. Cuando un defensa comete una falta… pitazo… penalti. Sacrificados defensores, deberán tratar a los delanteros como si fueran respetables damas, los intocables del baile. Hago referencia al gran Albert Camus, quien fuera jugador de este deporte y quien aseguró que lo que sabía de moral lo había aprendido del fútbol. Con respeto lo gloso. Tal vez lo dijo porque no alcanzó a conocer lo de ciertos árbitros y lo de ciertos dirigentes de la FIFA.
Habría mucho más que decir, pero termino con la consideración definitiva sobre la izquierda y su necesaria dialéctica ideológica en contra de este deporte. Como lo dice Fernando Aramburu, se trata de veintidós millonarios corriendo detrás de un balón. Hoy son supermillonarios que alimentan una desigualdad negativa, o sea aquella que sirve para que los ricos, ellos, aumenten sus caudales a expensas de los que menos tienen, los espectadores, gente del pueblo con un peculio mínimo frente a los de la cancha.
Hinchas -incluso muchos de izquierda- que, además, contribuyen con su dinero a que no solo continúe sino que se ahonde esa desigualdad.