Acótese lo siguiente como un gracejo con salvedades. Un divertido observador, con cinismo, pero también con donaire, sentenció: los hombres buenos, con seriedad, aquí y desde aquí, van al cielo. Los hombres malos, desde aquí, con alegría, llegan a las camas de muchas mujeres… “buenas”.
En 1911 la opinión mundial estaba pendiente de quién llegaría primero al centro del Polo Sur o Antártida. En esa disputa se desafiaron Roald Amundsen, el sagaz y avezado noruego, y Robert F. Scott, el bueno, muy humano y compasivo británico.
Scott perdió la apuesta. Llegó después de Amundsen y encontró en el punto máximo la bandera noruega. A su regreso, el suboficial Evans enfermó. El dilema de Scott fue: o abandonarlo en el frío o cargar con él, así se retardaran. Scott optó por lo segundo. Evans murió. Poco después, a solo un día de marcha para llegar a donde estaban las salvadoras provisiones y el combustible, Scott y sus demás acompañantes no pudieron más y también murieron. El liderazgo compasivo puede resultar contraproducente.
Los instrumentos de aquel entonces solo permitían arribar a ese centro del Polo Sur caminando. Allí, 14 millones de kilómetros cuadrados cubiertos de nieve y de hielo. Allí, temperaturas hasta de 93.2 grados centígrados bajo cero. Allí, vientos que pueden soplar hasta 320 km por hora, y que cuchillos son a cualquier otra velocidad. Allí, la refracción del cielo multiplica la luz del sol, y quema. Allí, el sudor se congela en los poros, y si lo hay, cada paso exige un doble esfuerzo. Y para una muestra adicional, allí, esperando a esos peregrinos del frío, de la noche y de la ventisca, la “Barrera de Ross”, plataforma de hielo con 800 kilómetros de longitud y con alturas entre los 15 y los 50 metros.
Si el infierno del medioevo era de llamas en calor, así este Polo es como un infierno de hielo, de soledad, de oscuridad y de muerte. Más en su punto más extremo.
Amundsen, el sagaz, arribó primero allí. Para desconcertar a Scott, actuó, al principio, como Colón. Recuérdese que este anotaba en su bitácora recorridos menores a los reales, para evitar que la marinería, medrosa de adentrarse en lo desconocido, lo obligase a retornar. Amundsen, al principio, les dijo a sus acompañantes que irían rumbo al Polo Norte. Luego, tomó dirección al sur y actuó como Pizarro, el conquistador del Perú, cuando sus soldados, cansados y sin esperanzas, le exigieron el regreso. En la Isla del Gallo trazó Pizarro una línea en el suelo con su espada y los desafió: los que quieran seguirme al Perú, que la pasen. Lo hicieron solo trece, los “Trece de la Fama.” Amundsen, después les confesó a sus hombres que en realidad se dirigían al mucho más inhóspito y desconocido Polo Sur. Todos lo aceptaron.
El éxito de Amundsen, en parte se debió a que escogió solo perros para que jalaran los trineos. Alegres, contagiados de la misión de su amo, lo hicieron muy bien y con sostenido esfuerzo, pero el pérfido Amundsen, desde el principio, sabía que a medida que avanzaran, debería sacrificar esos leales servidores para comérselos. Scott escogió ponis, que se hundían en la nieve y retardaban. Le sugirieron que los sacrificara, para acelerar y comérselos, pero, sentimental y agradecido (“pobres animalitos”), se negó. Luego, los ponis murieron y fueron comidos.
Las dos salvedades. Amundsen nunca desconoció o traspasó los valores de la ética. Además, demostró que solos, sin más, los espabilados o los avispados adelantados no valen. Se preparó mejor. Constante, estuvo tres años en el polo norte y además convivió en Alaska otros seis meses aprendiendo allá con los inuits. Más jefe y más previsor, por todo esto -no como un además- superó a Scott.
En materia de santos, Scott hasta parece acercarse a estos venerables. Sin embargo, en materia política y de liderazgo hay que templar distinto. Aquellos de la santidad llegarán al cielo. Los otros, como Amundsen, astuto y previsor, cosecharán sus merecidos laureles, que, cierto, podrán contener algunas hojas un poco crueles, pero que también serán coronas de logros, aciertos y salvaciones.