Existe una bella y estrecha relación entre la palabra humana y el objeto que ella designa. Un homenaje de amistad entre la mente del hombre, que se inclina, reverente, ante las innúmeras creaciones del universo, y quiere así saludarlas, atraerlas, incorporarlas para recordarlas. Es un nuevo bautismo, que al darles su nombre lustral, se repite una y otra vez al mencionarlas. Como en ese ritual católico, les damos su ingreso a nuestra iglesia personal. Si las respetamos, a las palabras, actuamos con ellas como si lo hiciéramos mediante un sacramento.
Nuestra relación con los objetos. En el “Crátilo”, Platón sostiene que la esencia de cada cosa contiene ya ciertos sonidos que se reflejan en las palabras humanas. Letras blandas o letras duras, que en nuestra voz manifiestan esas especiales condiciones de los objetos.
Refuerzo un poco lo anterior e ingreso en lo esotérico, y pienso que -como ocurre con el sentido de la vista, con los objetos sobre los ojos- las cosas, según su condición, ejercen una acción sobre el oído humano, e incitan al cerebro a inventar o a pronunciar palabras duras o palabras blandas.
El novelista búlgaro Gueorgui Gospodinov, se hace eco de lo anterior, y en su “Novela Natural” refiere: “No somos nosotros quienes manejamos el lenguaje… es el leguaje, y solo el lenguaje quien nos ha convertido en su juguete… Las palabras reían disimuladamente, agazapadas a un lado, solo para brotar en mis narices en el último momento….”
Lo anterior no es obstáculo para que a cada cual le sea posible seleccionar las palabras que usa. Con cuidado. Hafiz, el poeta, sentenció: “las palabras que pronuncias se convierten en la casa en que vives”.
Nuestra lengua es el más versátil órgano de nuestro cuerpo. Preguntado Esopo cuál sería el instrumento para la mayor alabanza propio del ser humano, sostuvo que la lengua, con la cual podemos ensalzar, reconocer y elevar las calidades de las cosas y del ser humano. Y luego, inquirido por cuál sería el más peligroso, y respondió que también la misma lengua, la cual puede igual denigrar, calumniar y hasta destruir moralmente al ser humano.
Las palabras nos educan bien o nos educan mal. A todos se nos graban y viajan en nuestra mente y en nuestro corazón.
¡Qué tal si desde sus primeros años les enseñáramos a los niños a usar y llevar desde dentro palabras suaves, musicales, amables! Así se configurarían sus almas, en la verdad de las palabras, las que, una vez pronunciadas, los moldearían en ese momento; y después continuarían haciéndolo.
Para comenzar en esta labor, propondría la reutilización de las palabras terminadas en “anza”, muchas hoy en desuso. Por lo general, estas liman y suavizan el golpe de la pronunciación, muy fuerte en las otras, sus sinónimas.
Mientras que las palabras llamadas agudas, o sea aquellas cuya máxima acentuación (golpe de voz) viene dada en la última sílaba, tales como simuló, trató, obedeció, y en su final golpean el oído, las concluidas en “anza”, por el contrario, melodiosas se nos deslizan. Añoranza, esperanza, acordanza, lontananza, bienaventuranza … Parece que estas últimas acercaran más su verdad a nuestra alma.
Veamos el contraste.
Olvido, palabra grave, con acento en la penúltima sílaba (en la í, pero sin tilde), suena amorfa. Neruda, en un momento de evocación de aquella amada que se alejaba, muy lentamente, de su corazón, escribió que aún la llevaba, a ella, “entre la bruma de las olvidanzas”. No hubiera poetizado lo mismo si hubiera usado el vocablo olvido.
Humildanza, por ejemplo, suena como más humilde que humildad. Amistanza nos sirve para relacionarnos con más intimidad, como una hermananza, como una juntanza, casi como una complicidad, pero de la buena.
Tribulación, nos indica que Jesús oraba en el Huerto de los Olivos, para calmarla. ¿Qué tal si dijéramos, mejor, que el Maestro, Nuestro Señor, lo hacía para apacentar su tribulanza?
Perdón. Jaime Torres Bodet, en su poema “voz de perdón, en la que al fin despunta esa bondad…” Y si lo reescribiera, así: “Voz de tu perdonanza, en la que al fin despunta esa bondad que me entregaste entera.”
Procuremos más bien utilizar vocablos poéticos, porque cuando en ciertas ocasiones nos atrapen en contradicciones, y nos demuestren que anteriormente habíamos afirmado lo opuesto, es entonces cuando un sagaz dialéctico nos podría espetar: “tráguese sus propias palabras”. Sería, sin que este agresivo lo buscara, una poética orden.
Viene a cuento Churchill, cuando le pusieron de presente que en un mismo asunto había sostenido lo contrario (p. e. que mucho antes había elogiado a Mussolini), entonces se excusó con elegancia y dijo: “Sí, en varias ocasiones me he tenido que tragar mis palabras, y créanme, eso resulta ser una dieta bastante saludable”.
Y aún más acertado y comprensivo resulta el anónimo letrero de un restaurante de Río de Janeiro: “Procura que tus palabras sean dulces, pues tú no sabes cuándo tendrás que comértelas”.