Puedo exagerar, pero afirmo que el futuro del mundo dependerá (así como en el pasado dependió) de una palabra: vocación. Porque ella dirige al ser humano, y el ser humano, para bien o para mal, dirige al mundo. En frase de Aristóteles, “donde se crucen tus talentos con las necesidades del mundo, allí estará tu vocación”. Las vocaciones bien asumidas lo son de servicio. Veamos lo que le contestó Lutero a un simple zapatero que le inquirió cómo podría él -un sencillo alfarero de eso- ser agradable a Dios. “Fabrica tus zapatos, los mejores posibles, y véndelos a un precio justo”. Aplicado esto a todos los campos de la vida, infundiendo vocación de servicio a cualquier actividad, llegaríamos a lo justo, dando y recibiendo todos lo correcto. Extendiendo ese principio a gobernantes y funcionarios públicos, tendríamos mejores sociedades.
Confucio, que tanto contribuyó al idealismo realista de lo político, ya en su vejez creó una escuela para formar la personalidad, la moral, la virtud, la eficiencia y la vocación de los jóvenes que aspiraban al servicio público. Pienso que fue una escuela para la felicidad. Con ella, uno se va construyendo a uno mismo como personaje sagrado y misional; como fuerza y brújula. Aunque parezca contradictorio, con ella uno elige manejar su suerte, su destino, su ventura; y también seguir su estrella íntima, con sus sacrificios y exigencias. Según Spinoza, induce “a actuar bien y regocijarse; a aprender, enseñar, obedecer y obrar con tino”. Con ella habrá un contento en las jornadas: cada día una alegría, cada despertar un sueño, cada trabajar un construir, cada empeño perseguir un horizonte.
Dichosos fueron muchos humanos de aquellos lejanos y pretéritos medievales tiempos, en los que desde los humildes hasta los del intelecto; los de la sotana y la sagrada entrega; los combatientes y los de la nobleza, los que en su faenar diario y en sus corazones percibían su vida y su trabajo como la vocación de un llamado desde lo alto, desde Dios; fueron dichosos, porque alegres se entregaron al cumplimiento de lo que consideraron su contribución a unos más altos designios. La religión no fue “el opio del pueblo” sino la elevación de sus espíritus. (Patrice de la Tour du Pin, dijo, allí, “una comunicación del yo consigo mismo, entre la humanidad, la naturaleza y la divinidad”). A ese estelar llamado vocacional desde lo alto se refirió Octavio Paz, ensayista contemporáneo, lógico y racional. En su poema Hermandad: “Soy hombre: duro poco./ Es enorme la noche…/ las estrellas escriben…/ también soy escritura/ y en este mismo instante/alguien me deletrea”.
Acaso el coronel Aureliano Buendía, con sus interminables 32 guerras, fue dichoso en su andadura de combatiente, quien, aunque derrotado, porque lo fue así, también campante y ufano lo fue porque se entregó y disfrutó con los vaivenes festivos de sus batallas, libradas por aquello en lo que su corazón creía. Y eso, al fin de cuentas, es lo que importará al término de nuestra jornada, cuando, ante nuestro último suspiro, nuestra conciencia nos exija presentarle el balance de lo que hicimos. Si cumplimos o no con nuestra vocación. En síntesis, si fuimos o no fieles a nuestra escuela de la felicidad, aquí.