Reitero dos argumentos centrales que referencié en mi columna de ayer: uno, quienes atentaron contra la institucionalidad de una de las universidades más prestigiosas de este país fueron aquellos que, defendiendo lo indefendible, quisieron sostener a toda costa al profesor Ismael Peña como rector; dos, me permito dudar de que la mencionada autonomía universitaria en la práctica exista, máxime sabiendo que en la alta dirección las decisiones también las toman varios integrantes que no pertenecen a las universidades. Por eso pregunto: ¿cuál autonomía?, ¿la autonomía tiene límites?, ¿hasta dónde se puede ser autónomo? Desde una perspectiva jurídica, la autonomía universitaria conlleva a reconocer que la universidad está facultada para diseñar y ejecutar sus propias normas; y, sin embargo, está limitada por una voluntad superior que es la del Estado.
La autonomía es mucho más que esto. En este país, cada vez más convulsionado y cuyas instituciones determinantes en la vida de una Nación, además de las universidades, las religiones, las corporaciones económicas y los gobiernos, han perdido credibilidad y respeto. Los expertos en educación superior dicen que así como la ciudad es para la vida civil, la universidad lo es para el pensamiento. Es indudable que la universidad es el resultado de una construcción cultural que emerge de su legitimidad intelectual y su propia y milenaria historia. Y lo que está en cuestión hoy en día es si la universidad cumple con el papel que le demanda la sociedad.
Pues la noticia es que son muchos los que responden que no. Uno esperaría que la tarea de la academia universitaria sea fomentar y fortalecer la conciencia crítica en los estudiantes, que se ocupe de los problemas sustantivos de la humanidad y del Planeta: de la preservación de su sostenibilidad, de la disponibilidad de agua potable, de los desastres ambientales; las migraciones, las violencias domésticas, la extinción de culturas y de lenguas; así como de la construcción de comunidades que tengan como horizonte la convivencia pacífica y la búsqueda del cumplimiento de las necesidades fundamentales. Todo esto, sin considerar patrimonios exclusivos de saberes y experticias. Hay grandes problemas, por lo que debe haber grandes soluciones que emerjan del ámbito universitario. Para esto, por obvias razones, se requiere libertad académica de pensamiento, de investigación y de expresión.
Lo que ha venido sucediendo en la Nacho tiene que ver con la democracia. Una institución que cuenta con una historia de 157 años, y que se ha podido mantener como cuna del libre pensamiento es per se una fuerza política, aunque no es una institución política, por cuanto ésta se caracteriza por adquirir poder y mantener ese poder. El ecosistema científico y cultural de la Nacho (y de buena parte de las universidades públicas y privadas en este país), le ha permitido defender y proponer políticas públicas en el seno de una sociedad plural y democrática como la nuestra, que le han aportado al desarrollo de la Nación y del país. Habermas decía que las universidades deben cumplir con tareas que estén lejos de ideologías o lineamentos partidistas; y esto, sin lugar a dudas, es una actuación política.
La preocupación por la autonomía universitaria se da porque básicamente en estos países nuestros, las universidades, cada vez más, han sido blanco de fines ideológicos y partidistas. Hoy, muchos congresistas salieron dizque en la “defensa” de este principio. Para el cinismo no hay ley. No puedo dejar de mencionar que la vinculante relación entre universidad, sociedad y Estado, motiva para que estudiantes vean los campus como escenarios propicios para formarse como ciudadanos y entrenarse como futuros políticos. Son muchos los que empezaron sus carreras en los movimientos y organizaciones estudiantiles.