Saltamos con demasiada rapidez a conclusiones, queremos todas las respuestas ya, creemos que tenemos la verdad y el ego nos quita la posibilidad de entrar en el territorio de la curiosidad y la sorpresa. Diría que esta es una de las diferencias importantes que tenemos con los niños: ellos preguntan porque no saben y tienen ganas de aprender; nosotros, generalmente preguntamos para demostrar que somos inteligentes y nos perdemos la posibilidad entender y descubrir nuevas posibilidades.
El escritor Pablo D’ors cuenta que en el año 2000 fue invitado a Madrid el Nobel de Literatura de ese año, Gao Xingjian, autor de La Montaña del Alma. El presentador, un escritor español con mucho conocimiento de literatura y cultura oriental, hizo un discurso de media hora para presentar al Nobel, luego se tomó 5 minutos para formular la primera pregunta, al final le dijo: “¿Usted qué cree?”. El Nobel respondió: “Yo creo que sí”. El presentador se tomó otros 6 o 7 minutos para formular la segunda pregunta: “¿En este caso qué opina?”. El Nobel respondió: “En este caso, creo que no”.
Esto es algo que vemos con frecuencia en algunos entrevistadores y periodistas; buscan “lucirse” con sus preguntas y no dejan espacio para que la otra persona exprese libremente su opinión. La mejor pregunta es la más simple, aquella que busca entender cómo piensa el otro, ver lo que no estamos viendo, comprender una situación, saber lo que no sabemos. El profesor Édgar Schein (2014) lo llama: Preguntar con humildad, “el arte sutil de conseguir que otros se abran, que formulen preguntas cuya respuesta usted no conoce, de forjar una relación basada en la curiosidad y en el interés por la otra persona”.
La diferencia entre una pregunta que viene del ego y una que viene de la curiosidad es que la primera pone al otro a la defensiva, muchas veces lo hace quedar en ridículo, otras, como en el caso del Nobel chino, hace que pierda el interés. La pregunta humilde hace que el otro sienta que tenemos interés en su opinión y que valoramos lo que tiene para decir.
Podemos hacer distintos tipos de preguntas: Abiertas, para que el otro pueda exponer su punto de vista, hablar de lo que le pasa, contar su historia. Cerradas, para concretar alguna acción, cerrar un acuerdo. De verificación, para obtener información o validar algún dato. Sistémicas, para entender mejor una situación, más allá de lo que vemos en la superficie. Las preguntas que considero más poderosas, además de las abiertas, son las Generativas, que sorprenden, tocan el corazón y el espíritu, construyen relaciones mientras se comparten, nos llevan a mirar la realidad de manera diferente, se enfocan en las posibilidades y no en los problemas. Formularlas, requiere tomar consciencia de nuestros supuestos y utilizarlos de manera correcta; generalmente preguntaríamos ¿Qué hicimos mal y quién es el responsable? Podríamos cambiarlo por ¿Qué podemos aprender de lo sucedido y qué posibilidades tenemos ahora?
Puede ser que estemos demasiado enamorados de las respuestas, queremos saberlo todo, tener el control y avanzar rápido, lo que nos impide ser más compasivos con nosotros y con los demás, valorar la diversidad, caminar juntos con quienes piensan distinto. La mejor respuesta puede ser una pregunta que invite a otros a poner nuevas ideas y opiniones diferentes que iluminen el camino. ¿Cuál es esa situación que lo trasnocha para la cual no tiene respuestas? Deje de buscar la respuesta y empiece a formular preguntas, el único riesgo es que aprenda algo.