“Que 20 años no es nada” dice la letra del tango ‘Volver’ que eternizó Carlos Gardel (ayer 24 de junio se cumplieron 89 años de su trágica muerte en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín). “Que es un soplo la vida”... es otro verso de esa canción.
Veinte años se lee rápido. Es el tiempo que ha pasado desde aquel 1 de julio 2004, cuando Manizales y su Once Caldas fueron el epicentro de uno de los hechos deportivos de mayor relevancia en la historia del país: el segundo título de Copa Libertadores para un equipo nuestro.
Ya Nacional lo había celebrado en 1989, en otra fiesta maravillosa en campo ajeno: el partido final fue en Bogotá porque la Conmebol descalificó el Atanasio Girardot por tener una capacidad inferior a 35.000 aficionados. En 2016, los verdes volvieron a levantar la Copa.
El de Once Caldas tuvo connotaciones especiales. Era un equipo chico, de mitad de tabla, aunque la temporada anterior había dado la vuelta olímpica como campeón criollo. Además se enfrentó en instancias decisivas a Santos, Sao Paulo y Boca Juniors, que enaltecieron más aún su gesta.
Junto con la coronación de Luz Marina Zuluaga como Miss Universo 1958, en Long Beach, USA, y el campeonato mundial de bolos de Jairo Ocampo Gómez, Venezuela 1974, han sido los triunfos más resonantes para Caldas en el ámbito mundial.
A pocos días de cumplir las dos décadas de ganar la Copa, el recuerdo sigue fresco, pero tampoco parece haber intención de conmemorar. Se habló de un posible partido Once-Boca con las plantillas actuales, sin que se concrete, ni se perciba que pueda ser pronto.
Alguna vez vi jugar en Atlanta a Los Bravos, el equipo de béisbol. Acababan de ganar a Los Indios de Cleveland la que ellos llaman Serie Mundial y en distintos sitios del escenario se leía: “Bravos de Atlanta, campeones mundiales 1995”. Siempre he pensado que podría replicarse acá: “Estadio Palogrande, casa del campeón de América 2004”. Sólo una leyenda
sobre la entrada principal, sin tocar el nombre del estadio, ni nada por el estilo. Quedó en eso, una buena idea.
En Barranquilla construyeron un monumento al Junior, la Aleta de Tiburón; hay bustos de Fuad Char, de Micaela, la fundadora del Club, de Julio Comesaña, el técnico más ganador, y de otros ídolos. Y vidrieras enormes con la historia y las estrellas del equipo.
Lo cierto es que, a veces, no interpretamos la magnitud de lo conseguido. La Copa cada vez está más lejos de los colombianos porque los brasileños invierten y arman superescuadras, y los argentinos la juegan con el alma. Un privilegio que se tuvo y que difícilmente se repetirá.
Es el máximo orgullo nuestro. No hay caldense que no eleve su voz recordándola, sacamos pecho frente a los hinchas contrarios y nos sentimos superiores, convencidos de que podrán obtener lo que sea, menos un certamen de semejante tamaño.
Fueron días de gracia, cada encuentro fue una cita con la gloria y Once Caldas propició todas esas emociones. El equipo de Montoya: Henao, Vanegas, Viáfara, Velásquez, Arango,
Valentierra, Soto, Dayro, Agudelo y compañía, nos tocó el corazón. Fuimos felices. Futbolistas que se crecieron con el compromiso, un cuerpo técnico sapiente y una sociedad unida. Mezcla perfecta. Un propósito para imitar, planteando nuevos desafíos, subiendo la vara, armando un plantel competitivo, con ambición y agallas.
Hoy es diferente; Once Caldas se volvió negocio particular, sin sentido de pertenencia, con ánimo mercantilista. Es prácticamente imposible recuperarlo, pero se debe exigir respeto por la historia y por la hinchada. Los símbolos no se manchan. Transitamos tiempos difíciles.
Hasta la próxima...