Los sociólogos suelen coincidir en que las normas sociales impiden, por lo general, que las interacciones entre la gente sean fuente de decepción. La agresión de un mal llamado “hincha” del Tolima a un jugador de Millonarios en plena cancha, es una imagen ciertamente decepcionante. Sin embargo, aún más decepcionante fue ver a un nutrido grupo de seguidores del “vino tinto y oro” aplaudir como a un héroe al agresor. La violencia exaltada, reconocida, aclamada. Esas tristes imágenes son un recordatorio de que aquella frase autocomplaciente “los buenos somos más” es además de maniquea y excluyente, sencillamente hipócrita. Esta semana hubo dos movilizaciones callejeras, una a favor del gobierno y la otra en contra. No nos damos cuenta de que nuestros defectos como sociedad no están en el gobierno, están en la sociedad misma. Los gobiernos son, en muy buena medida, reflejo de la sociedad. De ahí que haya rasgos grotescos de la política colombiana que no desaparecen con la alternancia. Obvio, los gobiernos importan como importa elegir bien y fiscalizar la gestión de quienes son elegidos. Sin embargo, el cambio real depende más de la cultura en general y de la cultura política en particular, que de las políticas públicas.
Más grave que la agresión al jugador en la cancha es la exaltación pública y espontánea del agresor. Eso pone en evidencia las profundas fallas éticas de nuestra sociedad. Colombia sufre de anomia. Ese es un concepto sociológico clásico que literalmente significa “ausencia de normas”. En realidad, como señala el sociólogo alemán Peter Waldmann, la anomia significa que la comunidad ha renunciado a exigir ciertos comportamientos dado que los individuos ya no los observan o no los respetan y, además, las violaciones de esos comportamientos no acarrean sanción alguna. La anomia a la colombiana es aún peor porque no solo no hay sanción al agresor, sino que este es reconocido como un héroe. El episodio en el estadio Manuel Murillo Toro es apenas una muestra de algo que ocurre con frecuencia en nuestro país.
Fue el francés Emile Durkheim quien introdujo el concepto de anomia a la sociología. Durkheim proponía una distinción entre “reglas” y “normas”. Las primeras las entendía como prescripciones obligatorias que solo se convierten en normas cuando han sido internalizadas por los individuos en sus procesos de socialización. La educación es una manera de evitar la anomia. Por supuesto, cuando la educación es entendida como algo más que la mera formación de “recursos humanos” y es realmente de calidad, es decir, promueve la imaginación, la empatía y la convivencia. Con una educación segregada entre una oferta costosa con cierta formación técnica pero arribista de un lado –con algunas excepciones- y una oferta de mala calidad para la población de bajos ingresos, es difícil que esta pueda contrarrestar la anomia.
Durkheim advertía que en la esfera económica los actos más censurables suelen estar absueltos por el éxito. Esa advertencia resuena en una sociedad que, como la colombiana, está permeada por un individualismo excesivo, un arribismo odioso y una escasa aversión a la violencia. Esa anomia a la colombiana tiene mucho que ver también con lo que Edward Banfield identificó como “familismo amoral”, es decir, la lealtad hacia la familia a expensas de los compromisos con la comunidad y las normas sociales. Un estudio de hace unos años sobre “valores, representaciones y capital social en Antioquia” halló fuerte evidencia de la presencia de “familismo amoral” en ese departamento. Al agresor en Ibagué –un estudiante de administración de empresas- muy pronto salió a defenderlo su papá, un conocido comerciante de la ciudad.