Reconozco que el título de esta columna es desconcertante y hasta paradójico. En la simplista comodidad del eje izquierda-derecha se da por sentado, en nuestros días, que la izquierda reivindica una mayor intervención del Estado en la economía mientras que la derecha reclama un Estado mínimo orientado apenas a garantizar la propiedad privada y la libertad contractual y del mercado (laissez faire). A la izquierda no siempre le resultó fácil acomodar su demanda por un mayor estatismo con la concepción marxista del Estado como “la junta que administra los negocios de la clase burguesa” (Marx). Sin embargo, buena parte de la izquierda encontró en la acción política democrática (en lugar de la revolucionaria), una respuesta a esa tensión. Muchos en la izquierda apelan también a la Nación y no ven al Estado como un aparato sino como una expresión de la comunidad política. En la derecha, la convivencia entre libertarios coherentes que piden al Estado no intervenir en los negocios ni en las sábanas de la gente y aquellos que avalan un Estado mínimo, pero rechazan su neutralidad frente a ciertas cuestiones morales o religiosas, tampoco ha sido fácil. Además, muchos conservadores no se tragan la retórica económica libertaria. Lo cierto es que hay cosas que escapan a esa simplicidad del eje izquierda-derecha.
A pesar de las limitaciones de ese eje, hoy es clara la asociación entre un gobierno de izquierda y un enfoque, digamos, “estadocéntrico”. Sabemos que Estado y mercado no son sustitutos sino complementarios y que, en un país como el nuestro, el debate no es entre lo uno y lo otro: necesitamos más Estado y más mercado y mejor distribuidos en el territorio. Eso está claro en la propuesta del plan de desarrollo del gobierno Petro. Su enfoque “estadocéntrico” no corresponde a un estatismo sin matices. Gustavo Petro no es un comunista ni un estalinista. Ahora bien, la cuestión no es simplemente “más Estado” sino “mejor”, como quedó planteado, repito, en el plan de desarrollo.
Era de esperar entonces que a un gobierno de izquierda democrática como el del presidente Petro, le preocupara mejorar las capacidades del Estado y ampliar tanto los ámbitos como la calidad de su intervención en la economía. Sin embargo, una cosa es lo que dice el plan de desarrollo y otra, muy diferente, la tendencia cotidiana del presidente Petro hacia la desinstitucionalización.
En su libro “El estado del Estado: Trayectorias de modernización y reformas a la administración pública colombiana” (2023), los profesores Pablo Sanabria y Santiago Leyva hacen un balance crítico del proceso histórico de construcción de capacidades estatales en Colombia. Señalan que sin haber logrado madurar las dinámicas de modernización, profesionalización, tecnificación y burocratización que se intentaron poner en marcha durante el Frente Nacional, en los ochenta y los noventa se buscó desmontar un Leviatán que apenas había llegado a ser un ajolote, lo cual “llevó a que se acentuara la corrupción y a que el Estado pudiera ser cooptado desde abajo mucho más fácil que antes por los clanes políticos locales”.
Hoy, rebajando los requisitos a los cargos para nombrar amigos o activistas y expresando su aversión a las reglas, el gobierno del cambio muestra otra forma de menosprecio a la importancia que tiene una administración pública nacional e intergubernamental robusta, profesional y técnica que permita implementar las decisiones políticas y fortalecer el Estado de derecho. El debilitamiento de la calidad de la administración pública (de la que en última instancia depende la capacidad del Estado) alimenta los argumentos reaccionarios sobre la perversidad, la futilidad o el riesgo de las reformas sobre los que nos alertó Albert Hirschman.