Alegres bailes y coloridas procesiones, carreras de caballos y “música que serpenteaba por las calles”, eran manifestaciones de la felicidad que compartían las gentes que vivían en la fantástica ciudad de Omelas. Esa urbe hedonista fue creada por Ursula K. Le Guin: “Los que se van de Omelas” (1973). Descubrí este cuento de la escritora estadounidense gracias al libro “Justicia: ¿Hacemos lo que debemos?” de Michael Sandel, célebre por ilustrar con muy buenos ejemplos algunos problemas complejos de filosofía política. Sandel acude a Omelas para poner en evidencia algunas fallas de aquella teoría (el utilitarismo) que nos propone buscar la felicidad de la mayoría sin importar el costo.
En efecto, la narración de Le Guin es colorida y festiva hasta que nos revela algo aterrador: en un sótano de alguno de los edificios de Omelas hay un cuarto en el que permanece, en condiciones miserables y encerrado con llave, un niño (o quizá es una niña). Resulta que -por alguna razón desconocida para el lector- todos en Omelas “comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la clemencia de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.”
Ciertamente, El Salvador no es Omelas. De hecho, ocupa el puesto 125 en el ordenamiento de países según el índice de desarrollo humano (apenas un puesto arriba de Nicaragua). No obstante, la mayoría de los salvadoreños está feliz con los contundentes resultados de las políticas de mano dura del presidente Bukele. La dramática reducción en las tasas de homicidios en un país acostumbrado a figurar como uno de los más violentos del mundo es, sin duda, un logro impresionante, mas no incuestionable. La Fiscalía de los Estados Unidos acusó al gobierno salvadoreño de haber negociado un pacto secreto con los jefes más violentos de las maras. En su informe de este año sobre “la libertad en el mundo”, Freedom House denuncia que la declaración del estado de excepción y la suspensión de las garantías constitucionales como parte de la ofensiva en contra de las pandillas en El Salvador, desató una ola de detenciones arbitrarias, muertes en custodia, omisiones del debido proceso y restricciones a la libertad de expresión que deterioraron gravemente las libertades civiles. Varias organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch, coinciden en ese diagnóstico.
De acuerdo con Freedom House, los peores puntajes en los indicadores de “Estado de Derecho” en América Latina corresponden a Venezuela, Cuba, Nicaragua, Honduras, Haití y El Salvador. La mano dura en un Estado de Derecho débil es garantía de arbitrariedad. No solo aumentan las probabilidades de castigar inocentes sino también de infringir sufrimientos desproporcionados a los delincuentes. Las grotescas imágenes de decenas y decenas de hombres semidesnudos y amontonados en la cárcel corresponden más a la barbarie que a la justicia.
Como en Omelas, la seguridad de la que disfrutan, por ahora, los salvadoreños, descansa sobre el sufrimiento de alguien más. El “milagro” Bukele que tantos aplauden sin pudor depende, no de la horrible miseria de un niño encerrado en un sótano, sino de negociaciones por debajo de la mesa con los delincuentes más poderosos y el hacinamiento y la humillación de miles. En Omelas algunos no consideraron decente disfrutar de una felicidad basada en el sufrimiento de ese niño y abandonaron la ciudad. En la otra cara de la moneda del “milagro” Bukele hay algo dantesco. También lo hay en los aplausos que no se inquietan con ello.