Los seres humanos nos entrampamos a nosotros mismos. Es claro que el cambio global que incluye no solo al cambio climático sino también la contaminación del aire y el agua y la inminente extinción de casi un millón de especies animales y vegetales es, en buena medida, resultado de la acción humana. Somos una civilización pirómana y estamos incendiando nuestra propia casa, nuestro “Oikos” dirían los antiguos griegos. Una palabra que define tanto a la economía (Oikos: casa; Nomos: reglas, administración) como a la ecología (Oikos: casa; Logos: tratado). La buena administración de nuestra casa depende del conocimiento que tenemos sobre ella y, por supuesto, del uso que hagamos de ese conocimiento. Sabemos -aunque algunos demagogos exhiban con orgullo su ignorancia- que de seguir con el ritmo y estilo de producción, distribución y consumo que empezamos hace doscientos años y aceleramos drásticamente desde 1950, quizá no destruiremos el planeta, pero este dejará de ser hospitalario para nuestra especie y muchas otras. La civilización que desarrollamos gracias al período de clima estable y moderado que empezó hace algo menos de doce mil años (Holoceno) está amenazada ahora por los desequilibrios y el frenesí de esa misma civilización. Desequilibrios que configuran lo que el Nobel de Química, Paul Crutzen, bautizó como el Antropoceno: la etapa geológica en la que los humanos hacemos invivible nuestra propia casa.
Hace pocos días el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, advirtió que ya no estamos en la era del calentamiento global sino en la de la “ebullición global”: el mes que acaba de terminar es el más caluroso que jamás se ha registrado. El aumento de la temperatura mundial es el resultado de varios factores. El primero de ellos es la emisión de gases de efecto invernadero. Los gases que naturalmente hicieron posible la vida en la tierra al actuar como un paraguas que captura parte de la radiación solar calentando nuestro planeta, ahora tienden a hacerlo inhóspito debido a su incremento artificial y desmedido en la atmósfera. Con la quema de combustibles fósiles estamos incendiando nuestra casa. Hace 250 años los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera eran de 280 partes por millón (ppm); hoy alcanzan 400 ppm. Otra causa -especialmente inquietante en Colombia- es la deforestación. Los árboles absorben dióxido de carbono y emiten oxígeno de modo que, al talar los bosques, no solo hay menos absorción, sino que las quemas asociadas a la deforestación arrojan aún más gases a la atmósfera. La concentración de la tierra y la concomitante expansión de la frontera agraria son, literalmente, leñas que se le echan al fuego de la ebullición global.
El secretario Guterres señala que su llamado no es a la desesperación sino a la acción. Sin embargo, es claro que no podemos esperar mucha acción como resultado de las cumbres de jefes de estado. Ya están programadas una “cumbre de ambición climática” en Nueva York y la COP 28 en Dubai para fines de este año. Cientos de delegados tomarán decenas de vuelos alrededor del mundo: ¿Valdrá la pena toda esa emisión adicional de gases de efecto invernadero? Varias décadas de cumbres con compromisos modestos y cumplimientos discretos no avalan el optimismo. La acción más importante está en el nivel de la conducta personal y el compromiso comunitario. Las grandes tendencias de la economía dependen en últimas de las decisiones de consumo de millones de personas y los gobiernos no pueden ignorar indefinidamente a sus ciudadanos. No podemos seguir actuando como tontos racionales que se entrampan a si mismos.