Detrás de cada guerra hay decisiones tomadas por líderes políticos. Evidentemente, esas decisiones no son independientes de las circunstancias. Sin embargo, estas no producen por sí solas, sin la voluntad de nadie, una guerra. Hacer la guerra es un buen ejemplo de la interacción entre agencia (motivos e intenciones de los individuos) y estructuras (condiciones culturales y socioeconómicas en las que esos individuos están insertos). No obstante, una vez que una guerra ha comenzado, el margen de acción para tomar decisiones se torna más estrecho: la guerra se convierte en una nueva estructura que condiciona, con severidad creciente, las opciones disponibles. Es por eso por lo que Georges Clemenceau, primer ministro de la Tercera República francesa reconoció: “es más fácil hacer la guerra que hacer la paz”. De hecho, la paz que Clemenceau ayudó hacer -el Tratado de Versalles- quedó tan mal confeccionada que la humillación del vencido que esta produjo es un antecedente claro de la Segunda Guerra Mundial. Así, la paz a la que Clemenceau contribuyó terminó siendo una pieza más en el engranaje de una larga guerra que empezó en 1914 y que, para efectos prácticos como lo sugiere Eric Hobsbawm, terminó en 1945. Aunque una guerra sea un sistema complejo, es siempre más complejo sustituirla por otro sistema de relaciones pacíficas. Construir la paz implica un amplio conjunto de decisiones políticas en diferentes niveles. Una parte importante de esas decisiones está relacionada con compromisos de actores políticos y sociales para acordar e implementar políticas públicas orientadas a transformar las estructuras que sostienen la guerra. En la literatura académica sobre las guerras abundan argumentos y evidencias que sugieren que ni el inicio ni la prolongación de estas, en particular las civiles, son independientes de ciertas características de la economía política. Por ejemplo, dinámicas de acumulación por desposesión (por ejemplo, de tierras), fuertes desigualdades entre grupos poblacionales (desigualdades horizontales) o la presencia de economías de enclave, es decir, bonanzas legales o ilegales que generan riqueza, pero no distribuyen bienestar. Además de esas características, los estudios comparativos destacan la importancia que tiene una variable en particular: el desempleo, especialmente el juvenil. La falta de opciones educativas y laborales de los jóvenes aumenta su riesgo de ingresar a las filas de grupos armados ilegales. Ese reclutamiento no se restringe a manifestaciones de violencia política, sino que se extiende a un amplio conjunto de expresiones de criminalidad y violencia común.
En Colombia, la violencia política y la delincuencia se nutren de la incapacidad del aparato productivo para incorporar a buena parte de la población a la economía formal. Es cierto que la generación de empleo depende, sobre todo, de políticas sectoriales de desarrollo productivo y de ampliación de la demanda agregada. Que en el pasado la disminución de costos laborales no se haya traducido en aumentos significativos del empleo formal así lo demuestra. Sin embargo, no hay razones para pensar que ahora, en un contexto económico adverso, el aumento de esos costos no se traducirá en una disminución del empleo formal, especialmente en las pequeñas y medianas empresas. La reforma laboral propuesta por el gobierno debería incorporar cierta gradualidad. Hoy, añadir súbitamente mayores costos laborales a los altos costos de financiamiento, destruiría empleos al hacer inviables muchas pequeñas y medianas empresas. Es hora de innovar no de acorralar. Por ejemplo, podrían considerarse mecanismos de protección como la participación de los trabajadores en las utilidades. La elevada informalidad (58%) ayuda a reproducir las estructuras de la guerra y la violencia. Una reforma laboral que la ignora o que incluso podría agravarla, sería una mala decisión para la paz.