El adjetivo “ambiguo” es lo que mejor define, en mi opinión, el acuerdo de compra de tierras entre el gobierno nacional y Fedegan. El acuerdo puede ser interpretado en términos muy positivos como demostración de que el diálogo entre quienes tienen ideologías e intereses muy diferentes es no solo importante y deseable sino también, posible. Las imágenes del gobierno con los dirigentes ganaderos -así como las de los encuentros entre el expresidente Uribe y el presidente Petro- transmiten, sin duda, un mensaje de civilidad. La política no tiene que ser la arena en la que los enemigos se muestran todo el tiempo los dientes y usan una retórica incendiaria para azuzar a sus bases. Mostraron que es posible sustituir la lógica de la enemistad por una relación de adversarios que pueden tramitar los conflictos en un marco institucional y suscribir acuerdos en medio de las diferencias.
El país necesita ese tipo de encuentros y requiere también, acuerdos parciales. Aunque comparto y celebro esa interpretación, hay otra que sin ser excluyente es menos promisoria. Que el Estado le compre tres millones de hectáreas a los ganaderos puede interpretarse ya no tanto por su mensaje de civilidad sino por el contenido del negocio que, en lo fundamental, consistiría en pagar con recursos de todos los colombianos el comportamiento rentista que ha exhibido el gremio ganadero por décadas. En 2016, 22,5 millones de vacas ocupaban 33,8 millones de hectáreas (una vaca y media por hectárea). Se estima que hoy hay casi 30 millones de vacas en 37 millones de hectáreas (1,2 vacas por hectárea). Esa ganadería extensiva en tierras aptas para la agricultura no habría sido posible si la tributación predial rural no fuera irrisoria. En el acuerdo de paz con las extintas Farc, el Estado se comprometió a poner en marcha la “adecuación de una normatividad para que los municipios fijen las tarifas del impuesto predial en desarrollo del principio de progresividad: el que más tiene más paga, fundamentado en la equidad y la justicia social.” ¿Por qué no se discute ya ese punto? ¿Renunciamos acaso a aplicar la eutanasia (económica, claro) a los rentistas y decidimos que es mejor pagarles?
Surgen, además, muchas dudas acerca de la disposición para esclarecer el registro histórico de esos predios. No hay que olvidar que los años más duros de la guerra y del despojo de tierras coincidieron con la mayor concentración improductiva de la tierra. También hay mucha incertidumbre acerca de lo que costarían esos tres millones de hectáreas y sobre la forma en que pagaríamos por ellas y los criterios y procedimientos de distribución.
Esperemos que el acuerdo con el gremio ganadero no corresponda a la claudicación del Estado frente al poder de un sector rentista de la élite rural, renunciando así tanto a la aplicación de la figura de la extinción del dominio por incumplimiento de la función social de la propiedad como al fortalecimiento de la tributación rural. La compra de tierras a los ganaderos, con requisitos exigentes con respecto a la historia y ubicación de los predios, podría llegar a ser un recurso complementario para llevar a cabo la reforma agraria. Jamás, un sustituto ni de la extinción del dominio ni de la tributación. ¿Por qué? Porque si el área apta para la ganadería corresponde a 15 millones de hectáreas significa que esta se excede en 22 millones.
A pesar de reconocer la civilidad de esos encuentros y de alegrarme al ver que pueden suscribirse acuerdos parciales en nuestro país, me parece que ese compromiso entre gobierno y ganaderos es ambiguo, incierto y dudoso.