En el mundial de Catar, ajedrez y fútbol se dieron el besito de las buenas noches y regresaron luego a sus bases después de engordar las bolsas de Leo Messi y Cristiano Ronaldo, dos mimados por las musas.
Lo que saben sobre ajedrez cabe en media servilleta y sobra papel para dictarle auto de detención a alguna furtiva lágrima.
Sin proponérselo, le dieron una mano al jurásico deporte. Muy agradecidos a nombre de quienes practicamos ese juego de azar (pues también lo es). Que las diosas del ajedrez, Santa Teresa y Caissa, los mimen.
Messi y Ronaldo aparecieron simulando que juegan ajedrez sobre un maletín de la multinacional de la coquetería Louis Vuiton que les dio para los garbanzos por prestarse a la pantomima.
La empresa tiene un valor en bolsa de miserables 350.000 millones de dólares por si los árabes que quieren quedarse hasta con las galletas que se hacen en Medellín desconocen el dato.
Messi y Ronaldo, uniformados, impecablemente maquillados, simulan que están craneando una emboscada contra su rival. En realidad, miran sin ver la posición de una partida que jugaron en 2017 el actual campeón mundial, Carlsen, y Nakamura. Hicieron tablas.
La gráfica es de la fotógrafa Annie Leibovitz. La dama cobra un ojo de la cara por hacer clic. Eso significa que no debo esperar llamada suya para que le pose solo con la radio puesta.
Quienes han seguido el rastro de la famosa foto que pueden bajar con horqueta de internet, estiman que el dueto jamás se vio las caras y que todo fue obra de ese nuevo Pinocho llamado Photoshop que miente deliciosa e impunemente. Estamos ante el más exquisito falso positivo gráfico.
El retrato de marras fue publicado bajo el título “La victoria es un estado mental”. La frase me pareció tan obvia y anodina como la de Armstrong cuando pisó la luna: “Es solo un primer paso para el hombre…”.
Poco me trasnocha saber cuánta plata se empacaron Messi y Ronaldo, que salió del mundial hecho un Niágara de lágrimas. Messi llevó a Argentina a la final.
Están en su derecho porque “poderoso caballero es don dinero”. Pero me quedo con la reacción del excampeón mundial de ajedrez Bobby Fischer cuando en 1972 le ofrecieron un millón de dólares por promocionar un champú.
El cascarrabias yanki se negó a embolsillarse esa suma que hoy equivaldría a 7,25 millones de los verdes con este argumento contundente como un mate pastor: “El producto es una porquería; éticamente no lo puedo anunciar”.
Me pregunto si quienes anuncian productos, primero se cercioran de sus bondades. Deberían. Los consumidores suelen obedecerles.
En caso de que me ofrezcan promocionar un menjurje para que crezca el pelo que se va retirando a sus aposentos Tuta, me copiaría de Fischer si en diez minutos no han pelechado mis mechas… Espero llamadas.