Cuando en diciembre, hace 41 años, Gabriel García Márquez recibía el Nobel de Literatura en Estocolmo, muchos descubríamos Europa adonde llegamos arriando first class en un avión lleno de colombianos nostálgicos que fuimos a acompañar al creador de Aracataca por razones del oficio periodístico. En Estocolmo, segunda escala del periplo, sacamos pecho por cuenta del Nobel. Todavía recuerdo -parece que fue mañana- a Gabito mirando a los tendidos, mientras escuchaba una cerrada ovación, luego de recibir el premio de riguroso liquiliqui, el traje de luces del Caribe.
Claro que el frío primermundista de Estocolmo nos produjo pánico. Menos mal que había hecho cursillo para esquimal con los pluscuamperfectos inviernos bogotanos. También me ayudó haber nacido en Montebello, un pueblito “feo-bello, faldudo y frío”.
En la capital sueca descubrí que la nieve es frío en copitos de algodón. Ver caer la nieve es lo más parecido a la felicidad. El asunto se complica a medida que vamos sintiendo que nos quedamos sin orejas. O sin nariz. Hay que mirar bizco para asegurarse de que la nariz está en su sitio. Se respira por inercia. El clima escandinavo en diciembre es terrible.
No sé qué les incomodó de los visitantes de Macondo, pero los nórdicos nos recibieron con días cortos. O con noches muy largas, no sé. Casi siempre era de noche. Por esos días teníamos cara de retrato hablado. Es decir, no nos parecíamos a nadie. Menos a nosotros mismos. Los relojes que llevábamos, acostumbrados a dar la hora mitad de día, mitad de noche, quedaron locos. Por culpa del clima, me fue agarrando angustia existencial meteorológica. Con ese hielo y la escasez de luz, sentía como si el mismo día hubiera quedado viudo, huérfano, pobre, feo y ateo a la vez.
No ver el sol todos los días es demasiado para un habitante de este lado de la vida. En fin, el clima de Estocolmo en diciembre no se lo deseo al peor amigo, ni al mejor enemigo.
Estocolmo nos permitió otro descubrimiento: el metro. Haga de cuenta un ascensor acostado, como dijo un paisa la primera vez que montó en el de Medellín. Al principio, le ponía la mano. Hay mucho bobito de exportación. Con la venia del rey Gustavo Adolfo, debo confesar que las mujeres suecas me produjeron decepción. Los del contingente de Macondo esperábamos que las suecas se nos echaran encima. Yo estaba preparado hasta para una violación. Me preguntaba cómo iba a rendir para tantas. Sabía que no podía hacer quedar mal a mi país.
Al final, regresamos a casita con nuestra libido alborotada, pero intacta. Vírgenes de suecas. Las paisanas de Olafo, bellas, repetidas e imposibles, se nos hicieron las suecas. Regresamos a Macondo sin el pecado y sin el género, sexualmente hablando. Algo que nunca nos creyeron en casita.
El primer mundo había quedado descubierto. Ya podíamos contarles a los nietos que habíamos cubierto la entrega de un Nobel y que habíamos conocido la nieve que antes solo veíamos en las películas.