A principios de año suelo recordar mis días de estudiante del seminario La Linda, a dos rosarios a pie de Manizales, ciudad que a principios de enero anda de mucha Feria, echando la Catedral por la ventana.
In illo tempore, yo acariciaba la pretensión de convertirme en el primer papa colombiano. En la rebajona, no pasé de monaguillo. Y de aplastateclas. ¡Qué mal papa se ahorró el mundo! A veces querer es no poder.
Vivo agradecido con Manizales porque me prestó su viejo aeropuerto de Santágueda (hoy aeromuerto, según le dicen sus ingeniosos habitantes que parecen estar emulando a Arango Villegas o a Luis Donoso) para pegar el grito de independencia doméstico.
Los frailes agustinos recoletos que reclutaban seminaristas nos aseguraban que en La Linda se practicaban todos los deportes. “Entonces tengo vocación de cura”, me dije a mis escasos 12 o 13 años. Sólo ahora me entero de que en mi casa más que un cura querían desembarazarse del empalagoso sujeto que era yo.
Otra circunstancia que me tramó para medírmele a los claustros agustinianos fue la certeza que tuve de que si arrancaba para el seminario montaría por primera vez en avión, algo que para mí era tan importante como bajarme los pantalones o perder la virginidad.
A Santágueda llegué arriando primera clase en un superconstellation de Avianca, que era algo así como viajar sobre el ruido. (Me tocó regresar a casa en un bus de la flota Arauca, arriando first class, cuando deserté, después de constatar que había sido llamado, pero no escogido).
Comparado con los parámetros de hoy, llegué tarde al avión y al mar. El avión me tramó. Todavía le tengo miedo disfrazado de respeto. Me monto al avión y se acaban mis coqueteos con el ateísmo. En cuanto al mar me pareció un prosaico aguacero acostado. El mar que me lo den en plata.
A Manizales íbamos de noche desde La Linda, a pura pata. Para nosotros era como viajar a Europa. Íbamos y regresábamos la misma noche después de consumir alguna película en la que una mano piadosa, dateada por el Espíritu Santo, sabía cuándo los protagonistas se iban a dar un beso. Entonces la escena del piquito desaparecía como por encanto. Así llegué al amor: por la vía de los besos impedidos de las películas generalmente mexicanas.
En esa época, para mí Manizales tenía el color y el calor frío de la castidad. Nos estaban vedados los malos pensamientos. Claro que el hecho de que estuvieran vedados era el mejor pretexto para mirar en derredor y profundidad a las bellas que se atravesaban en el camino. Las mirábamos con ganas ajenas.
Secretamente, aspiraba a vivir el poema que habla del seminarista de los ojos negros que chorreaba babas por alguna pipiola que le alborotaba la libido. Finalmente, Cupido se abstuvo de tocar a mi puerta en predios caldenses.
La idílica y ecológica vereda La Linda parecía ideal para los estudios teológicos. Así los llamaba yo desde el penthosue de mis ínfulas porque entendía la misa en el riguroso latín que se estilaba entonces, con el sacerdote oficiando de espaldas a la feligresía. Y porque ya traducíamos a Horacio. Por ejemplo, su famoso “Carpe diem, quam minimim credula postero”, que podemos traducir como: “Aprovecha el día de hoy; confía lo menos posible en el mañana”, (Gracias, Google, por la traducción recibida).
Por viejas ediciones del diario La Patria nos enterábamos clandestinamente de lo que pasaba en lo que llamábamos el mundo o el siglo, que es el mismo peladero o acabadero de ropa que contaminamos entre todos.
Los titulares de películas con una mínima dosis de sexo nos alborotaba la bilirrubina erótica. Luego confesaríamos el pecado de pecar con el deseo que también había que evitar a todo trance. La difícil arquitectura de la ciudad siempre me llamó la atención. Le doy toda la razón al ingenio que dijo que la ciudad de los famosos Leopardos fue construida contra la expresa voluntad de Dios.
Pido perdón por lo que voy a decir: después de conocer la espléndida Catedral de Manizales, me dieron ganas de ser Dios con este argumento: “¡Dios sí debe vivir muy bueno con casas como estas!”. Dios no me rectificó por la blasfemia y sigo vivo. Siempre perdona, es su oficio, dice un filósofo alemán. (Alguna vez nos llevaron al nevado del Ruiz donde conocí el frío de verdad-verdad. Me sorprendió la belleza estremecedora de ese mar congelado en una de cuyas piedras encontré escrito este verso de Borges: “Si (como el griego afirma en el Cratilo), el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa y todo el río en la palabra Nilo”.
Soy un eterno enculebrado con los agustinos: a ellos les debo mi afición por los libros, si mi español es aceptable y no me enguaralo poniendo comas, ello se debe en buena parte a que todos los días teníamos clase de español. También estudiábamos latín, claro, francés e inglés. A los que llegaron primero les embutieron griego y migajas de arameo. De la mano de ellos aprendí a disfrutar del ajedrez que me enseñó a jugar Fray Ramón Franco, me regalaron algunas normas agustinianas que me permiten vivir sin estridencias, con pragmatismo. Una de ellas: La riqueza no está en tener mucho sino en necesitar poco.