Dos parejas estamos cómodamente apoltronadas en la cafetería del supermercado. Nos monitoreamos con el rabillo del ojo. Leemos de gorra revistas que sobrevivieron a la era digital. Que no falten un perico grande y buñuelo para cada uno. El día de gastar se gasta.
Como la edad permite especular, sospechamos que nuestros vecinos y contemporáneos cuchichean sobre nosotros. Les pagamos con idéntica moneda.
Digamos que que también ellos caminan lerdo, como en la canción de Piero. Como los gatos, nos despertamos y nos quedamos sin agenda. Pero todo bien, muy zen. No vinimos a sufrir. Para romper la monotonía, la salud nos pone una que otra zancadilla.
Millonarios en tiempo libre, no nos esperan en ninguna parte. Salvo en alguna sala de velación para despedir a quien tuvo “la sana costumbre” de desocupar el amarradero. Mantenemos las barbas en remojo; el seguro exequial vive al día.
Vestimos ropa para el ocaso que nos va pierna arriba. Es ropa con tantos almanaques encima que ha vuelto a ponerse de moda. El pelo de los señores empezó a retirarse a sus habitaciones de invierno. Arrugas, códigos de barras y pategallinas hacen ruidosa presencia en los rostros del otoñal cuarteto. Ellas están maquilladas, bellas, impecablemente trajeadas. Los varones domados no tanto.
Conjugamos el verbo ennietecer. Diferimos quizá en el número de nietos. Y en la prepagada. Nos hemos podido encontrar haciendo fila para reclamar medicamentos que nos negaron después de hacer fila de horas. “Ese no es el código; no tenemos convenio con su EPS; el medicamento se agotó”, son algunas de las disculpas con las que nos despachan. Regresamos a casa con los bolsillos vacíos. Pero salir es todo un programazo. La calle sigue siendo el mejor cuarto de la casa. Como cuando éramos niños. La historia se repite porque carece de imaginación. Dicen.
Nos paramos de la mesa porque hay algo para hacer como comprar esa trinidad pagana llamada leche, arepa y huevos. O plátanos para los pájaros que nos dan madrugadoras serenatas. Sin decirnos adiós nos despedimos de nuestros colegas muebles viejos de la mesa contigua.
Hechas las compras, nos dirigimos al ascensor. El cachivache se abre y ¡oh, sorpresa!: compartiremos claustrofobia con los de la cafetería. Intercambiamos sonrisas. Parecemos amigos de toda la vida.
“¿Duro, no?”, dice, amable, el caballero. Alude, sin angustias, a nuestra condición de añosos. Asentimos mientras el ascensor se mueve. Van para otro piso, pero nos acompañan al sótano. Para un pensionado todo es paseo de día entero. La señora veterana comenta: “¡Y pensar como éramos antes…!”. De nuevo estamos de acuerdo.
A manera de despedida, en ruidoso silencio, nos deseamos buen viento, buena mar y buen amar. (Para que disfruten de vivencias parecidas, no se pierdan la vejez. Solo hay que tener paciencia. El tiempo pone el resto).