Como en vísperas del Día de la Madre se me alborota el Edipo, diré que mamá Geno se pasó al ponerme en circulación. Me regaló el pescado y me enseñó a pescar. Como decía una “dulce enemiga”, no me cambio ni por Dios mano a mano.
Celebro la vida que me dio en horizontal dueto con el santabarbareño don Luis, mi taita. Cuando el escurridizo enamorado se esfumaba no lo atraía a punta de yerbas sino de telegramas: “Ausente de ti espero camino triste añoranza”. O: “Tu silencio no opónese recordarte”. Gracias a esos telegramas fuimos nueve criaturas.
Era de pocas y certeras palabras; un telegrama de carne y hueso. Resumió su vida en esta jaculatoria meteorológica: He vivido el invierno, el verano, la primavera y el otoño.
De una integridad a toda prueba, sé que moriría de la pena con ella si me meten a la cárcel por patear los códigos.
Nunca utilizó adjetivos perversos contra nadie. Cero lagarterías. Fue avara para el elogio. De niño le pregunté si yo era feito: “A mí no me parece, mijo”. Con ese precario aval estético enfrenté la vida. No tengo quejas de su ternura. “Ternura a mi manera”, cantaría ella. Gracias a su complicidad, sus hijas no se quedaron para desvestir santos de palo.
“Usted es muy generoso con lo que no es suyo”, cantaleteaba mi paisana montebellense. Una admonición: No diga todo sobre usted, guarde algo.
Para no incomodar a sus polluelos, jamás soltó quejumbres sobre la procesión de desazones que llevaba por dentro.
Tampoco rogaba: comida se le da ero ganas no. Era la jefe de relaciones públicas de su propia sazón. Ella y yo fuimos los únicos de la tribu que nunca aprendimos a manejar carro. Comodidad, Genoveva – y Óscar- te llamaría.
Tardaré en perdonarle tantos eternos rosarios, confesiones, comuniones, misas, procesiones, sermones, mil jesuses el 3 de mayo, y los frisoles todos los días. Debería ser ateo y detestar la “segunda trinidad bendita”: frisoles, mazamorra, arepa.
Me tenía prohibido el fútbol por las malas compañías. No le perdono que me hiciera pasar por debajo de la registradora para ahorrar pasajes. Que me cargara en el bus o en el tranvía es una afrenta de la que apenas me recupero.
Nos cosía en su máquina Singer. Me nombró heredero natural de la ropa de mi hermano. La Singer fue la herencia que nuestra Coco Chanel nos dejó a sus vástagos.
Me inventó vocación de cura. Para que me bajara los pantalones me tuve que ir de seminarista. Aunque sospecho que su intención era desembarazarse del chinche que convirtió la calle en el mejor cuarto de la casa.
Siempre me pidió que en mis columnas respetara a los mayores. Antes de vestir el traje de luces de la eternidad, arruinó mi ego: “Usted escribe muy enredado: mijo, no lo volví a leer”.