Envejecer es contar anécdotas. No a la manera de: “Érase una vez…” el arcaico aperitivo con el que empezaban los cuentos. Los que ennietecemos en la era digital, aprovechamos cualquier coyuntura para poner a funcionar el espejo retrovisor.
En vísperas del día del periodista, recordé que en los años sesenta hice cursillo para alumno perpetuo en la Universidad de Antioquia. Era la época del alumno Acuamán, recordado en su columna del lunes por mi vecino Juan José García.
Cuando le informé a mi padre que estudiaría periodismo me preguntó: “¿Y es que eso lo enseñan?”.
Tal vez lo dijo porque escribía sorprendentemente bien. Y sin darle golpes bajos a la gramática. Creo que ni terminó primaria. Sus cartas a mi madre, más que escritas, parecen dibujadas a mano, con encabador y tinta negra. Son de una sorprendente inspiración: “Y sin más, recibe en la última queja de un suspiro mi doliente corazón”, dice en una de ellas.
Cursé cuatro semestres en la U. No gané ninguno. Mi diploma de grado es un tres raspao en literatura que me puso el profe Elkin Restrepo quien años después me acompañó al lanzamiento del libro “Historias del eterno femenino” que circuló cuando la editorial de la U. era dirigida por el poeta y tallerista Luis Fernando Macías.
Con el tres de Elkin me largué para Bogotá. Entré al Noticiero Todelar como mensajero de la redacción. El jefe de la emisión matinal era el tolimense Harada de San Martín.
El día de este cuento, Harada amaneció entusado y enguayabado porque Ligia, su frágil novia, secretaria del noticiero, lo había echado por enésima vez. Terminado el informativo, Harada ordenó: “Trapo, acompáñeme a comprar La canción del caminante de Silvio Villegas. Es lo único que me cura”. Tardamos mucho buscando el libro de Silviuuu, como le decían sus cuates.
Al regreso, nos encontramos con que el general Torrijos, sin consultarnos, había dado golpe de Estado en Panamá. La radio había dado el extra con la noticia. Menos nosotros, claro. Por culpa de Silviuuu nos clavaron quince días de suspensión.
Si en el primer empleo me sancionaron, del último me echaron sin demasiada poesía. Era director de Colprensa, necesitaban recortar gastos, entonces fuera con el aplastateclas.
Decidí escribir un diario con mi echada. La Universidad de Antioquia lo convirtió en libro: “De Anonimato nadie ha muerto”.
Suelo recordar que mi nonagenaria madre me confesó una vez que dejó de leerme “porque usted escribe muy enredado, mijo”.
Y hace poco, mi nieta Ilona, de nueve años, respondió cuando le preguntaron qué hará cuando sea grande: “No sé, pero no voy a ser periodista porque eso es muy aburrido”. Respeto pero no comparto la opinión de mi pequeña profesora de inglés que les notificó a sus padres, también periodistas, que no quiere estudiar más porque ya sabe lo necesario…