Hacer cola y protestar son dos de los grandes pasatiempos colombianos. Aquí hay que hacer cola hasta para morir. Nadie se muere la víspera, sino cuando le toca en la fila india trazada por su majestad el azar.
Cómo será de jarto hacer cola que hay personas y empresas que se dedican a hacerla por otros. En Japón desarrollaron una silla que hace cola por su propietario.
Les debe ir de maravilla a los hacedores de colas, porque nada más deprimente que gastarse la vida detrás de una cola que no sea la de una mujer de teléfono anatómico 90-60-90.
Protestamos porque la cola no se mueve, porque los empleados que atienden en la ventanilla son lentos, hablan con el vecino, se enamoran, toman tinto, almuerzan, pagan arriendo, guasapean. ¿Cómo se les ocurre hacer prosaico pipí, preciso cuando era nuestro turno?
Protestamos cuando alguien se cuela en la fila, o cuando el gerente del banco le pasa a uno de sus cajeros la consignación de su tiniebla de turno por debajo de cuerda. O de frente. ¿El poder para qué?
Solo hay un sitio donde nadie protesta cuando hace fila. Ese lugar único es la embajada de Estados Unidos, en Bogotá.
Todos allí somos mansas palomas. A nadie se le ocurrirá pegarle el grito al gringo -o al paisano- de la ventanilla para que apure. Ni modo de decirle que trabaje que para eso le pagan.
No, el que va a pedir la visa hace cursillo para santo Job y espera sin chistar. Inclinada la dura cerviz. Humildad, mi negro. El sueño americano se merece esa y todas las esperas.
¿Que no se puede tener activo el celular? Haberlo dicho antes. El cachivache permanecerá silenciado el tiempo que sea. El que manda manda.
¿Qué lo convocan a una hora determinada y lo están llamando horas después? De malas, como diría la vice Francia Márquez. ¿Que la foto que llevó no deja completamente al aire sus orejas para que la CIA o la DEA lo rastreen por esos apéndices? Pues a repetir fotos. Las orejas como que contienen información priviegiada Los hermanos pudientes del norte como los llamaba el general Torrijos, siempre tienen la razón de la sinrazón.
Nadie se atreve a moverse de su sitio, ni espantar una mosca que se amañó en el pescuezo, pensar mal del inquilino de la Casa Blanca, por temor a que lo llamen y se pierdan chicha, calabaza y miel.
El colombiano que aspira a largarse de aquí, solo tiene ojos y oídos para el tirano de la siniestra ventanilla. Sabe que en su casa, la primera línea de sus afectos espera la llamada cuando abandone la casa del Tío Sam. Por la cara que exhiben los que abandonan la embajada se adivina fácilmente si se podrán tomar selfis con Mickey Mouse o con el Pato Donald.