El lector que crea que hablaré en esta columna de Fernando Botero se equivoca, porque no estoy ponderando fama, valor monetario de la obra o estar incluida en importantes colecciones. Mi candidato es José María Espinosa, aquel hombre que nos legó las imágenes de las batallas de la Independencia y las caras de sus protagonistas.
Fue este santafereño el primer pintor moderno de Colombia, ya que innovó la iconografía y rompió con el tradicional patronazgo en el arte, implicaciones del todo burguesas. Fue Espinosa el que dejó de pintar santos para la Iglesia Católica y se dedicó a pintar a la gente. Estaban de moda en esa época los camafeos en los que se retrataba, en miniatura, a una persona, y Espinosa era un renombrado retratista. Distaba de ser Espinosa un anticlerical o gnóstico en cualquier término.
El cambio que hizo este hombre estaba en completa armonía con los planteamientos políticos de la Independencia en la que al individuo se le asignaron una serie de derechos por los cuales luchó en la mayoría de las batallas que retrató, al lado del general Antonio Nariño como abanderado. Por medio de sus retratos existe un cuadro de Bolívar pintado por alguien que lo conoció y nos legó los rostros de muchos de los otros abnegados militares que sembraron la democracia en nuestro país. Sin esta obra, esta determinante fase de nuestra historia hubiera quedado sin cara, muy susceptible a ser olvidada y confundida. Lo mismo sucede con las batallas, que, si no las pinta Espinosa como testigo, esas hubieran sido pintadas después al estilo europeo, desdibujando los hechos.
Su más impresionante dibujo, y para mí su obra más bella, es uno de Bolívar hecho pocos días antes del atentado septembrino de 1828 como un subproducto del gran óleo que estaba realizando. Este apunte a lápiz muestra un Bolívar ferrero, saturado de una fuerza que contrasta con lo débil que se había vuelto su figura en el escenario de la Gran Colombia. Logró Espinosa captar la fuerza de ese hombre, el hombre que fue capaz de acoplar ese eco desde lo militar y desde lo político. Cada arista de esa cara parece trazada en bronce y no en lápiz.
Cuenta Espinosa que durante las sesiones de pintura, el Libertador le prometió enviarlo a Roma con el embajador Pedro Gual, para que estudiase los viejos pintores y tomase clases con un buen maestro y que regresase al país. Esta aventura se deshizo con el atentado en el que la valiente Manuela salvó a anonadado Simón.
Dejó este pilar de nuestra cultura unas memorias que redactó ya de viejo donde hace el recuento de su vida revolucionaria que acontecía en los campos de batalla o en la cárcel esperando ser quintado y fusilado por los militares del rey de España. Leer las “Memorias de un Abanderado” es oír el relato de la lucha de la Independencia en primera persona, más allá de fechas y sitios, destacando lo vivido. Ingrato el país que se emociona con la fama y desconoce a sus próceres.