La reciente declaración del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, en el sentido de que el calentamiento global había terminado y que habíamos entrado ya en la era de la ebullición global no generó sorpresa. A pesar de lo catastrófico de su afirmación, nadie lo puede contradecir. Y no hace falta llenarnos de datos, de cifras, de estudios científicos, para evidenciar la brutalidad del cambio que estamos viviendo, de lo apocalíptico del tiempo presente, y lo peor, por venir. Solo hace falta ver un noticiero de televisión o leer la prensa: Nueva York con el cielo encapotado por una aterradora y densa bruma anaranjada, que había viajado desde Canadá para informar de los colosales incendios en el país de la hoja de maple; en Europa murieron por calor en el verano del año pasado unas 62.000 personas, y el verano 2023 ya pasó a los registros como el más caliente desde que hay mediciones; los incendios en Grecia son calamidad mundial y han dado al traste con el turismo de algunas de sus islas icónicas, haciendo que miles y miles de viajeros deban escapar con premura del fuego y el humo. Y como siempre, la Amazonía arde. Quienes escapan del calor infernal deben soportar diluvios bíblicos: las imágenes de India, Pakistán, China, Japón, Estados Unidos y España son aterradoras. ¿Y Colombia? De lo uno y lo otro, calores extremos por un lado y aguaceros sin fin por el otro, y centenares de miles de tragedias personales, familiares.
Pero los humanos en general, casi todos los 8 mil millones de habitantes del planeta, seguimos en nuestro día a día orientados por una brújula que desconoce el cataclismo ambiental. Conservamos hábitos de consumo y uso que nos arrastran al desastre: desde 2002 a 2022 el consumo de petróleo y sus derivados se ha duplicado en el mundo, y el plástico hace parte de nuestro día a día, ya incluso incorporado en nuestras tripas, sí, todos tenemos microplástico en nuestro sistema digestivo. El 30 % de la comida que se produce se daña y se pudre, al mismo tiempo que aproximadamente 800 millones de personas en el mundo padecen hambre todos los días.
En un momento en que nuestra supervivencia demanda caminar más despacio, tomarnos nuestra vida privada con más calma, ser más austeros, lo que se ve por todos lados es un ritmo desenfrenado en todo lo que hacemos: más consumo, más afán, un cambio frenético que no da tiempo a que lo que acaba de llegar se asiente, y un frenesí que no solo está acabando con lo externo, también enloquece y perturba la mente y el espíritu: no gratis la ansiedad es la patología psiquiátrica más difundida en el mundo, acompañada de su hermana gemela la depresión. A diario, en las noticias, tenemos cantidades de muestras de nuestra propia esquizofrenia: a renglón seguido de una nota sobre una iniciativa ambiental llega la sección económica, y en ella aparece la lógica implacable de la ganancia, la utilidad, así se acabe con la delgadísima capa de vida que hay en la tierra, apenas 20 kilómetros de biósfera. Y también asistimos al reinado del eufemismo en el que todo se quiere edulcorar con la etiqueta de ‘sostenible’, a pesar de conservarse la simple y única lógica de la ganancia. Propósitos loables y deseables, como la creación de una clase media grande y robusta, están desembocando en hordas depredadoras, con un consumo desaforado ajeno a cualquier conciencia de lo finito de los recursos, de lo frágiles que son los equilibrios naturales y sobre todo, ajenos estos nuevos inquilinos de un vivir más cómodo de la urgencia de vivir distinto.
Y aterrizamos en lo doméstico, llegan las elecciones regionales y locales con aproximadamente 120.000 candidatos inscritos, los cuales ya calientan la lengua para decir pendejadas, estupideces y sandeces. Y los pocos sensatos, inteligentes y decentes, con seguridad sacaran lánguidas votaciones. Como es de esperar, triunfarán los malhechores, codiciosos y enfermos por el poder.
A pesar de todo esto, cada uno de nosotros tiene la capacidad de crear un mundo mejor, más sano, más sensato. Se comienza desde adentro.