La neurociencia indica cómo funciona el cerebro humano ante las series de televisión y de plataformas digitales; enseña que las personas pasamos por distintos estados de ánimo en escasos 25 minutos que dura un capítulo; la clave de este dato pasa por el control que tiene la actual cultura visual al presentar situaciones nuevas, impactantes, románticas y dolorosas que nos colman de un éxtasis de contenido para activar la química de las emociones. Al segregar dopamina nos bañamos de placer, la serotonina reduce el estrés y la adrenalina activa las funciones cognitivas y motoras: es esta multiplicidad de descargas la que se experimenta en breves minutos, por lo cual, hay que considerarla una de las razones que nos pone ante una generación adicta a las series.
Sin embargo, existen otros motivos que llevan a ver estas elaboradas producciones ambientadas en distintos géneros y con múltiples ofertas al gusto de los consumidores, lo que las hace irresistibles para gran parte de la población. A lo que apelan los productores y guionistas para mantener su éxito, es a la fidelidad de secuencias programadas y a la cadena que les auspicia en un acuerdo contractual capitalista para producir narrativas capaces de engancharnos a sus tramas desde la natural cautividad de nuestra soledad: esa que cada vez sabe menos de vínculos permanentes y se mantiene en un aislamiento psicosocial abrumador.
Hoy cualquier persona puede hacer los preparativos para ver de principio a fin una serie; se trata de un pasatiempo barato que ayuda a reponer fuerzas en medio de rutinas de vida frívolas. Vemos series porque resulta fácil atender a la lógica conceptual que se va desenrollando frente a nuestros ojos expectantes, de ahí que se pueda decir que tales secuencias están hechas para que las vea el mayor público posible y no para un grupo selecto de personas; todo lo que hay que tener es un equipo conectado a la red y prestar atención, todo lo demás corre por cuenta de la producción que cumple bien con el objetivo de hacer olvidar las duras jornadas de trabajo y los problemas cotidianos.
Vemos series porque ellas ofrecen una experiencia purificadora que sana las emociones al presenciar la tragedia o el drama en la ficción. No se trata de algo nuevo pues la identificación con los contenidos de un melodrama, hace que se manifieste el torrente de emociones que a menudo nos perturba, para irlo liberando en busca de una sensación de bienestar. Se llama hacer catarsis. Por otro lado, hay quienes ven este tipo de producciones como el mejor pasatiempo a falta de experiencias sociales significativas.
Sin duda, lo que pasa en series y en la construcción de sus personajes, es reflejo de cómo nos vemos nosotros mismos y al entorno. Es una forma de identificarnos con sus tramas porque en ellas nos encontramos tal cual somos: aquello que pensamos, deseamos, hacemos o sentimos. Desde ahí, nos vemos atrapados capítulo a capítulo queriendo descubrir lo que pasará; quedamos con las ganas de más y eso es uno de los factores más motivadores que existen, pues los estudios revelan que los seres humanos tenemos una necesidad de finalizar aquello que está incompleto. El que la dinámica global nos deje lo suficientemente aislados como para tener que medicar nuestro mal con series largas y cortas, es motivo para un análisis mayor cuando tendemos a encarnar los reflejos de las ficciones como en el mito de la caverna de Platón: donde estamos siendo educados para sobrevivir sin compañía real, en una preparación para la virtualización de la experiencia humana o ¿en una rendición ante la inteligencia artificial?