La reunión de voceros del Gobierno Nacional con cabecillas de las disidencias de las Farc en Caquetá causó lógicos cuestionamientos desde distintos sectores del país, debido a que las personas que hacen parte de esas organizaciones criminales ya tuvieron su oportunidad con el acuerdo de La Habana, del 2016, gracias al cual la gran mayoría de los miembros de las Farc abandonaron las armas y decidieron emprender nuevos proyectos de vida, para construir un mejor país, no para destruir como lo venían haciendo.
Los comandados por alias Calarcá, quien tomó el mando tras la muerte de alias Gentil Duarte y de Iván Mordisco, lo que tienen que hacer es reconocer que desperdiciaron el chance que les dio el acuerdo de paz que ya hace parte de la Constitución Nacional, y que no es procedente ni posible tratar de obtener beneficios distintos a los ya establecidos, y que incluso al haber vuelto a delinquir habrían perdido ya todos sus derechos a posibles beneficios ante la Justicia Especial para la Paz (JEP), como lo establece el acuerdo de La Habana. El país no entendería que se diera el brazo a torcer en ese sentido, porque sería condenar a Colombia a una negociación eterna con todos aquellos que en algún momento no cumplan lo acordado. En ese sentido, la administración del presidente Gustavo Petro, que persigue el loable objetivo de llegar a lo que ha llamado la paz total, debe establecer criterios claros y basarse en lo ya pactado con las Farc, como la línea posible de concesiones al momento de buscar acuerdos. Con el Eln en el pasado también se han explorado otras temáticas, es cierto, y eso es comprensible, pero en cuanto a los beneficios por dejar las armas no se deben tener mayores beneficios que los ya establecidos en el acuerdo de La Habana. El alto comisionado para la Paz, Danilo Rueda, debe tener una claridad diáfana acerca de la no impunidad, y el marco legal en el que debe fijarse el propósito de paz total.
¿Qué mejor que lograr que todos los grupos violentos abandonen el crimen y aporten, realmente, a construir un mejor país? Sin embargo, no se puede caer en el romanticismo ni en la ingenuidad. Ya lo hecho por el gobierno de Juan Manuel Santos en su momento mostró un camino realista, pero no desprovisto de errores, y hoy los resultados pueden calificarse como positivos, en términos generales, pero sería una grave equivocación demasiada laxitud con las reglas de juego. La paz total no puede resultar tan costosa al país, como para cambiar unos inamovibles que permitieron hace 6 años llegar a conclusiones muy concretas y respetuosas de la institucionalidad colombiana. Eso es algo que no puede ponerse en riesgo.
En esta ocasión, como en la anterior, es importante que voceros de la comunidad internacional, como Dag Nagoda, enviado del Gobierno de Noruega, y Raúl Rosende, jefe de misión adjunto de la ONU, estén acompañando los acercamientos con los grupos al margen de la ley, pero ellos también deben entender que una cosa son los grupos de origen político e ideológico, como eran en su momento las Farc, y que otra muy diferente las bandas delincuenciales que tienen como finalidad única crímenes como el narcotráfico y la minería ilegal, entre otras. Facilitarles el sometimiento al marco de justicia ordinaria ya establecido es el único camino posible para no afectar la estabilidad democrática del país.
Además, para poder avanzar en ese sometimiento, se requieren expresiones claras de voluntad de apartase de la vida criminal. Si bien hay que trabajar para acabar con la violencia en Colombia, eso no puede ser a cualquier precio. Hay que tener una reglas claras y que sea el Gobierno, en el marco del Estado de Derecho, el que marque el paso, sin concesiones que se salgan de lo ya establecido. No de otra manera se podría llegar a la llamada paz total.
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