La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) condenó al Estado colombiano, por el que denominó plan exterminio, en el que perdieron la vida por lo menos seis mil integrantes del entonces partido político de izquierda Unión Patriótica, en el transcurso de dos décadas, una de las mayores vergüenzas de nuestro país. La hoy senadora Aída Avella es una de las pocas sobrevivientes de ese episodio macabro de la historia del país, quien no duda en calificar esta matanza sistemática de genocidio político.
Han salido voces a rechazar la condena que recibió el país, con el viejo estribillo de que no fue el aparato del Estado el que provocó todas estas muertes, sino que fueron particulares. Otros argumentan el ya manido cuento de las manzanas podridas, no la institución. O, peor, decir que es que algunos mantenían lazos con grupos guerrilleros. Nada tapa la gravedad de lo que sucedió en nuestro país, cuando de manera sistemática se eliminó todo un partido por su ideología política. No se puede justificar semejante atrocidad y menos la paquidermia del Estado para detener la sangría o para lograr que se brindara justicia.
No solo se perdieron líderes en todas las regiones, personas con una mirada diferente, de personajes de inteligencia y calidades excepcionales, como el caldense Bernardo Jaramillo Ossa, asesinado cuando se presentaba como candidato presidencial a las elecciones de 1990. Se trata del efecto que causó esta aniquilación en otras personas, en los liderazgos frustrados por temor, en las familias que se vieron obligadas a emigrar, en los ciudadanos que no tuvieron quién reivindicara sus derechos y se callaron todo tipo de injusticias. Ese daño es inconmensurable.
Un Estado que se dice de Derecho, más si tiene la condición de Social, como figura el colombiano en la Constitución Política, tiene que entender la función de un organismo judicial multilateral como es la Corte IDH y deberá aceptar sus fallos con respeto y, sobre todo, con ánimo reflexivo para corregir el rumbo, algo que nos cuesta tanto en nuestro país. Ya el Centro Nacional de Memoria Histórica se había encargado de mostrar un informe completo de lo que significó para el país esta matanza y llamó la atención sobre la necesidad de aplicar mecanismos que impidan que se repita. Lo más grave de esta situación es que no se detiene en Colombia la muerte de líderes sociales. Las buenas intenciones mostradas por los gobiernos, incluido el actual, parecen no pasar de las buenas intenciones.
La decisión es clara en que el Estado colombiano tuvo responsabilidades en el exterminio de la Unión Patriótica. Así mismo, la Corte instó al país a dictar medidas que conduzcan a la reparación de las víctimas y de las comunidades afectadas, a insistir en la verdad y la justicia. Una buena manera será mantener vivo este episodio lamentable para que las nuevas generaciones vean que, a pesar de asumirse como una democracia, nuestro país cometió persecuciones contra muchas personas por pensar y votar diferente.
Más importante que reconocer la responsabilidad, lo que deberá hacer el Estado es tomar las precauciones y buscar la manera de construir un país en el que quepamos todos, no importa cómo pensemos, algo que vale la pena recordar en estos tiempos, cuando, como en tantos otros momentos de nuestra historia política, aparecen personas con la idea de imponer solo una manera de ver el mundo. No importa si es de derecha o de izquierda, cuando se intenta imponer el sesgo se le hace un terrible daño a la democracia. Por eso, el principio de un verdadero cambio empieza por entender y ser capaz de aceptar las opiniones distintas, la dialéctica como manera de hacerle el quite a la violencia.
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