Casi de manera unánime, el Congreso de la República ratificó a comienzos de la semana el Acuerdo de Escazú, una declaración de principios creada en marzo del 2018 en Costa Rica, que establece directrices y fija compromisos de los países latinoamericanos y del Caribe firmantes, ante la protección de los defensores del ambiente, justicia ambiental y acceso a la información en ese campo. Surgió en el seno de la pasada cumbre sobre cambio climático de Naciones Unidas en Madrid (COP25). De 24 naciones que lo suscribieron Colombia sería la 14 en ratificarlo, aunque todavía está pendiente el análisis de la Corte Constitucional y la posterior reglamentación, con el establecimiento de los respectivos mecanismos de aplicación.
Tomando en cuenta que en solo el 2021 fueron asesinados 33 líderes sociales en Colombia, esta puede ser una buena herramienta para garantizar su protección. En estas mismas estadísticas negativas también están México, Brasil y Honduras. Son 1.200 asesinatos de ambientalistas en una década en América Latina. Es importante, así mismo, que permita que los ciudadanos accedan de manera directa a toda la información referente a las acciones que puedan incidir de manera negativa al medio ambiente y que aporte la directriz alrededor la participación necesaria de las comunidades en las decisiones que involucren su entorno ambiental, y que sus voces puedan ser escuchadas.
La gran tarea del Estado ahora es explicar ampliamente los alcances del Acuerdo y encontrar una manera sensata de aplicación, en la que también se garantice que el desarrollo no va a detenerse, sino que toda actividad productiva cumpla con unos estándares mínimos que eviten daños significativos, y que generen un necesario equilibrio en el que todo tipo de actividades pueda desarrollarse en medio de un respeto por el ambiente, progresivo, y con una gradualidad que conduzca en cierto espacio de tiempo a que los procesos humanos de todo tipo consideren su entorno como algo esencial para el futuro.
No obstante, desde las comunidades también debe considerarse que en numerosas ocasiones sus posibilidades de desarrollo dependen de la creación de infraestructuras y la ejecución de proyectos que, teniendo algunos impactos ambientales, estos pueden ser mitigados y seguir parámetros sostenibles que no atajen el avance y el crecimiento, y que al mismo tiempo aporte estrategias de protección o regeneración de eventuales afectaciones o daños menores, reversibles. El Acuerdo de Escazú no puede ser solo un obstáculo en el que los argumentos y la lógica no quepan.
Lo fundamental será que realmente sirva para evitar más asesinatos de líderes, que son atacados principalmente por economías ilegales ligadas a grandes impactos al ambiente, en medio de la informalidad y la criminalidad. Los escenarios de participación y diálogo que se creen y apliquen deben servir para que las comunidades protejan las economías legales que puedan tener impactos tolerables, al mismo tiempo que aportan al desarrollo social y económico de esas mismas comunidades. También debe tomarse conciencia a que no pueden estarse llamando a consultas a las comunidades para poder impulsar cualquier iniciativa de desarrollo, porque lejos de ser positivos, los efectos podrían ser contraproducentes para todos.
En todo esto no puede perderse de vista que así como se tienen derechos también se tienen deberes, no solo con el ambiente, sino con la viabilidad integral de la sobrevivencia y desarrollo de las comunidades, y eso implica evitar los fundamentalismos de cualquier tipo. Lo clave será que actúe la democracia con racionalidad, en donde los criterios de equilibrio sean lo básico.
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