Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la retórica incendiaria. Bien en un mensaje del presidente ruso a sus contrapartes de la OTAN o en un mitin del expresidente candidato estadounidense en una concentración de seguidores o en la Asamblea Nacional de Venezuela o en el Parlamento Español. Por supuesto, también aparece en algún discurso frente a medios comunitarios del presidente colombiano. La ampulosidad con la que se habla en muchos de estos casos pasa más por encender pasiones, que por convencer con argumentos y datos.
Algunos creen que está muy bien que se premie al que habla de frente, sin ambages. El problema radica en que muchas de estas expresiones son meras opiniones, alejadas de razones. Esto, porque se busca es imponer un discurso o una narrativa como prefieren llamarla otros, sin importar qué tan real es lo que se dice. La situación cobra más gravedad cuando quienes entran en este juego maniqueo son personajes que deben dar ejemplo con su actuar, las personas que han sido escogidas para gobernar los destinos de una nación o para dirigir instituciones.
Cuando lo que se busca imponer es una opinión, se entra en el juego de la desinformación y parece que se quisiera más dar gusto a los seguidores, que mostrar las cosas como son. Esto termina por afectar la democracia, pues se entra en lo que algunos han llamado la posverdad. Esta “puede ser una poderosa herramienta estratégica para los autócratas más cínicos, pero también de forma desastrosa a los crédulos”, nos dice Moisés Naím en su libro La revancha de los poderosos, y a fe que es cierto.
La situación no es de poca monta. Vale la pena recordar lo dicho por la Comisión de la Verdad en torno a las lecciones y aprendizajes para la sociedad del conflicto armado colombiano, donde habló de una dimensión ética de lo ocurrido, porque cuando encontramos justificaciones para la violencia y pregonamos estar de acuerdo somos partícipes de la degradación del conflicto y de evadir las maneras democráticas para resolver nuestros problemas. Este es el ejemplo colombiano, pero se aplica a lo que pasa en muchas partes, donde estas retóricas que apuntan a mover emociones pierden el rumbo y terminan por alimentar los votos de quienes seguramente pueden llevar a sus países a sitios que parecían superados. A violencias inesperadas. El mejor ejemplo, la llegada hace 91 años al poder del nazismo.
La deriva autoritaria que están tomando naciones que han sido ejemplo de inclusión social y de repartición de la riqueza debe llevarnos a pensar cómo los ciudadanos podemos ayudar a construir mejores sociedades. Y esto empieza por no tragar entero y exigir a los gobernantes decir la verdad, no su verdad, sino aquella que pueda soportarse en datos y hechos incontrovertibles. Anne Applebaum en su libro El ocaso de la democracia, ya lo dijo, “la unidad es una quimera que algunos siempre perseguirán”. Lo que debemos entender es que a las naciones las hacen grandes las diferencias y debemos encontrar los consensos en ese entendido, como lo expresó esta semana Joe Bidden, que exaltó el pasado migrante de Estados Unidos.