Foto | Archivo | LA PATRIA Leonel Orozco Botero.
El escritor tolimense William Ospina publicó este domingo en su columna en El Espectador un homenaje a Leonel Orozco, fundador de la librería Leo libros en Manizales, quien falleció el 30 de junio tras un accidente en una finca.
Ospina recuerda cómo se conocieron y el último viaje que compartieron por el norte del Tolima y el oriente de Caldas. “Leo, querido amigo, gracias por ese viaje, por esa vida”.
Estas palabras también se leyeron durante las exequias del librero en Manizales.
LEO
William Ospina
Hace apenas tres semanas vivimos un viaje hermoso que no habría sido posible sin la generosidad de Leo. Yo quería presentar mis libros recientes en el norte del Tolima y el oriente de Caldas. Mi primo Gilberto Ruiz se puso en contacto con entusiastas lectores que lo organizaron todo para que esa romería se lograra. Pero ya otras veces he ido a presentar mis libros a lugares donde no hay librerías, de modo que al final la gente no tiene la posibilidad de leerlos.
La falta de librerías en nuestros pueblos y en los barrios de nuestras ciudades es una de las explicaciones de los males de Colombia. Porque los libros forman, ayudan y acompañan, nos proveen de un lenguaje rico y complejo para entender y expresar nuestra vida; orientan la acción, ennoblecen el deseo, alimentan la imaginación.
Hay jóvenes vulnerables que creen que sólo se harán poderosos con un arma: yo creo firmemente que sólo se harán poderosos con un libro. Porque cuando alguien encuentra los libros que le convienen, puede llegar a tener un poder casi mágico. Los libros son los únicos objetos del mundo en los que están guardados para unos la alegría, para otros la confianza, para otros la aventura, para otros la felicidad y para otros todo el universo.
Leo era uno de esos innumerables colombianos a los que la vida les ofreció sobre todo obstáculos y dificultades. Pero nació con un corazón grande, capaz de encontrar luz hasta en la mayor oscuridad. Viajando por esas carreteras del páramo descubrí que todavía era un niño. Le gustaba avanzar por esas rutas sinuosas a gran velocidad, pero le sugerí que disfrutáramos de la mayor lentitud, y Leo nos fue contando su vida a Mónica, su gran amiga, a Gilberto y a mí, sus acompañantes.
Íbamos en un carro lleno de libros hacia los sitios más ocultos de las montañas, y el hombre que nos llevaba había vivido más vidas que nadie, porque trabajó como jornalero desde la infancia por el país entero. Yo le conté que mi primera crónica, a los veinte años, había sido sobre los jornaleros que recorrían a Colombia en los años 70 de cosecha en cosecha, recogiendo algodón en la costa, banano en Urabá, café en el Quindío, soya en el Tolima, caña en el valle del Cauca.
El niño Leo había seguido a esa masa de migrantes anónimos; iba entre la multitud aprendiendo a ser adulto desde temprano, pero guardando en el alma una infancia hecha de curiosidad y de asombro. Vio asaltos, vio prodigios, vio crueldades, vio crímenes. Todo eso que yo describía en mi crónica del año 75, lo estaba viviendo él en ese mismo momento, en camiones y en buses, en trenes y camperos, a caballo y a pie, con todo el esplendor de los paisajes de Colombia en el fondo, mientras sonaba en las radios afónicas de los campesinos esa canción de Piero que parecía describir su vida: Aprendí a crecer/ por la ciudad vacía,/ ganándome el pan, pan, pan,/ de cada día./ El mundo me dolía por dentro,/ viajaba la noche hasta el silencio.
Como tantos colombianos, creció en la soledad y en el rebusque, pero aún en la mayor pobreza siempre fue más lo que tenía para dar que lo que necesitaba recibir. Recogiendo cosechas, entregando mercados, atendiendo cafetines, vio crecer el mundo alrededor, y vio todas las cosas volverse viejas, pero él seguía siendo un niño, hasta que un día se encontró con los libros, y los libros se convirtieron en el material con el que construyó su vida. Leyó los libros, viajó por ellos, se descubrió a sí mismo, iluminó a los otros, se hizo librero en Manizales, empezó a brindarles a los demás la medicina que lo había curado de su soledad y de los estragos del tiempo, ese alimento embrujado que le había dado un lugar en el mundo.
Un día me ofreció acompañarme en alguna de mis presentaciones de libros, y así empezamos a andar a veces por este país sin librerías, y yo comprendí de nuevo que escribir libros es bueno pero que ir a compartirlos con la gente es todavía mejor. Y se sucedieron los sitios, Fresno, Mariquita, Honda, Sevilla, Cartago; a veces acudía mucha gente, a veces, como en Chaparral, no vino nadie, pero Leo siempre estaba allí, entusiasta y sonriente.
Tenía algo ascético como de monje budista y miles de historias a punto de brotar de sus labios. Si alguien se detenía a escucharlo, podía descubrir que había más historias vividas en la memoria de este hombre que en todos los libros que ofrecía en sus anaqueles y que repartía por los caminos. Le dije que tenía que escribir sus memorias, pero se dedicaba tanto a divulgar y difundir los libros de otros que no le quedaba tiempo para contar sus propias historias. Tenía el alma llena de recuerdos de aventura, de peligro y dolor, pero yo creo que era feliz. Tal vez había aprendido de la adversidad a atrapar la flor del instante.
Una tarde en Ibagué, en el panóptico, que ahora es un bello museo de la memoria tolimense, le conté que me proponía seguir la ruta de Humboldt por Colombia presentando mi novela desde el Sinú, pasando por Cartagena, Turbaco y Mompox, y que incluso me gustaría embarcarme río arriba hasta Honda. Leo se mostró decidido a seguirme con sus cajas de libros en ese viaje. Pero luego enfermó, la vida se interpuso, y yo hice solo mi viaje a Cartagena y a Mompox, apenas con el fantasma de Humboldt en el puesto de al lado.
Pero hace tres semanas Gilberto habló con Erika Arango en Herveo, con el rector del colegio de Padua, con Francisco Zuluaga en Manzanares, con Nicolás y con Manuel Morrón en Pensilvania, con Enrique Martínez y Andrea González en La Dorada, con Sergio Galeano y Uriel Miranda de la alcaldía de Fresno, y emprendimos el viaje con Leo al volante y hablando de todo por la niebla de las cordilleras y por la luz de las llanuras abiertas. Días enormes de soles y lluvias, de ríos y plazas y regalos, de amistad y generosidad y de una sola, larga y cambiante conversación salpicada de libros y de autores. En el último tramo finalmente cantábamos.
Nos despedimos en Fresno el domingo, después de la presentación. Esa misma noche volvían a Manizales. Dos semanas después, Leo fue a visitar la finca familiar. Y otra vez subió a un árbol como un niño, como Bernard Shaw cuando tenía 94 años, como Juvenal Urbino al comienzo de un libro de García Márquez. Entonces no sé bien qué pasó, aún no me han contado, pero seguramente una rama cedió bajo sus pies, y Leo, el gran viajero, de repente se hundió en la eternidad. Leo, querido amigo, gracias por ese viaje, por esa vida.